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Columna
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Los que se quedan

Elvira Lindo

A finales de julio la gente se vuelve loca. La gente que está ya con un pie en el estribo, que sueña con largarse y se impacienta porque hay otros que se quedan y parecen no tener prisa. Los que nos quedamos trabajando en agosto padecemos todos los años la histeria de los que se van. Quieren dejar cerrados los compromisos de septiembre, quieren tener claro que el mundo seguirá funcionando sin ellos, te exigen la misma responsabilidad que a un guardés o que a esa vecina que te riega las plantas y te echa un ojo de vez en cuando a la casa. El trabajador de agosto se queda pendiente de miles de recados y ¡ay de él! si falla en alguno. Los que se van te hablan con inquietud, como si no se fiaran del todo de que harás las cosas bien en su ausencia, pero al mismo tiempo que te repiten una vez y otra las instrucciones están deseando perderte de vista, saben que en cuanto pongan en marcha el motor se olvidarán de ti y se sentirán libres de cualquier tragedia que pueda suceder a sus espaldas. Los que nos quedamos estamos, por un lado, inquietos por tener en nuestras manos una ciudad que va a funcionar a medio gas, y por otra, contamos los segundos que faltan para que nos quedemos solos, para que todo el gentío histérico por dejar atrás todo lo que huela a trabajo se amontone en las playas y en los pueblos y nos deje vivir en paz.

El ensayo de lo que será el mes de agosto se produjo este fin de semana. Madrid no parecía Madrid. La Castellana no parecía la misma que uno vivía apenas quince días atrás cuando cuatro o cinco taladradoras agujereaban el antiguo suelo de tierra para cubrirlo absurdamente con losas (qué manía le tiene el Ayuntamiento a la tierra, qué interés por taparla), una avalancha de coches recorría de un lado a otro la avenida -en la que es imposible cruzar de una sola tacada porque los semáforos para los peatones no duran nada-, los caminantes notábamos el rugir amenazante de los motores que se preparaban para salir escopetados como si de una carrera se tratara, y las caras de mala sombra con las que los conductores parecían decirnos, venga, hijos, más deprisa, que vais pisando huevos. Entre todo ese tinglado ensordecedor, el alcalde reinauguraba (¿por qué?) las estatuas que hay debajo del puente de Juan Bravo y un grupo de periodistas hacía como que atendía a las palabras de Manzano, que debían ser, imagino, de exaltación a la cultura, aunque apenas se acertaba a saber lo que decía. Al menos yo, que me acerqué, no me enteraba de nada, porque realmente el lugar era cuando menos inadecuado para soltar un discurso. Ése era el Madrid de esta segunda quincena de julio, que parecía una copia idéntica del del año pasado, y del anterior, y del anterior, y no sólo porque Manzano está en la alcaldía desde tiempo inmemorial, sino porque no hay nada más parecido en la ciudad que todas las vísperas a la gran evasión: calor pegajoso, inhumano, obras en la calle que aturden, que dan dolor de cabeza y hacen imposible cualquier paseo, y ya digo, el nerviosismo a menudo grosero del que está a punto de marcharse.

El pasado fin de semana Madrid parecía el paisaje de un sueño. Aparte de que el calor nos dejaba la mente inutilizada para cualquier tipo de esfuerzo intelectual y el cuerpo derrotado, el paseo nocturno en el que inocentemente esperábamos encontrar la mítica fresca fue uno de los más solitarios que recuerdo desde hace años. Madrid no era una ciudad, sino uno de esos escenarios construidos para el cine a tamaño real en los que es posible deshabitar por completo una calle; cobraba la extrañeza del día de Año Nuevo pero con calorazo y sin restos de juerga. La ausencia de coches hacía más llevadera la nostalgia del mar. Nos cruzamos con muy poca gente, tan sólo una mujer, sin duda desequilibrada, que observaba durante demasiado rato el cartelillo iluminado en el que se informaba de las farmacias de guardia, y que se nos quedó mirando, inquieta, cuando pasamos a su lado, como si pudiéramos pillarla en falta, y algunos inmigrantes latinoamericanos, un padre de habla colombiana paseando a sus niños pequeños. Es cierto que en verano los locos de las ciudades parecen salir a la calle a ventilar sus obsesiones; ahora hay que sumarles a los inmigrantes, que son los que, sobre todo, se quedan cuidando la ciudad, y a cuatro gatos más, que hacemos como que trabajamos.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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