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Reportaje:MUJERES

Yelena Gagárina, la Cenicienta del Kremlin

Pilar Bonet

Qué diría Yuri Gagarin, el protagonista del primer viaje orbital alrededor de la Tierra, si pudiera ver a su hija en su nuevo trabajo? 'Me compadecería', contesta espontáneamente Yelena Gagárina, de 43 años, la directora de los museos del Kremlin. El año pasado, coincidiendo con el Día del Cosmonauta (12 de abril), el presidente Vladímir Putin visitó a la especialista en grabados ingleses en su casa y le comunicó su nombramiento. Gagárina había pasado toda su vida profesional en el Museo de Bellas Artes Pushkin de Moscú. Desde su llegada al Kremlin, esta mujer, que se crió en la Ciudad de las Estrellas, el centro laboral y residencial de los cosmonautas soviéticos, ha tenido tiempo para darse cuenta de que el núcleo del poder político en Rusia no permite realizar con presteza los propios proyectos. El Kremlin exige a sus museos que se subordinen a la Administración presidencial y el Servicio Federal de Escolta, las otras dos grandes instituciones instaladas en él. Gagárina es 'la señora del Kremlin', pero mi conversación con ella me llevó más bien a evocar leyendas de bellas y buenas princesas atrapadas en torres o en sueños. El lugar se presta a ello.

Las servidumbres de un museo instalado en un recinto oficial son grandes. Se cierra si hay actividades especiales. La duración de la jornada se supedita a la seguridad
Al Kremlin ya no van dos millones de personas al año, como en la época soviética, sino un millón y medio. No todos saben que el precio para entrar es simbólico

Al despacho de Gagárina se sube por una escalera de servicio en el edificio de la Armería. A pocos pasos de aquí muestran su esplendor los tronos, las coronas, los cetros y los evangelios salpicados de esmeraldas. A pocos pasos está la Cámara de los Diamantes (que no depende administrativamente de los museos del Kremlin), con las mejores piedras del tesoro ruso. El lujo y las estrictas condiciones de seguridad que reinan en el Kremlin contrastan con el despacho de Gagárina y hacen que éste parezca un cuerpo extraño por su modestia y por su ambiente distendido. Es evidente que hasta aquí no llegó la generosidad del manirroto Borís Yeltsin, que convirtió el Kremlin en un ejemplo de ostentación y confort.

Lo mejor del despacho de Gagárina es el magnífico ventanal por el que se cuela el tañido de las campanas. El conjunto museístico que dirige incluye las tres catedrales (Asunción, Arcángel, Anunciación), la iglesia del Manto de la Virgen, el palacio del Patriarca, el campanario de Iván el Grande y la Armería. Con excepción del campanario de la catedral de la Asunción, todos estos monumentos son museos por sí mismos, y la influencia de la directora sobre ellos es muy limitada. Por eso, el sueño de Gagárina es precisamente salir del Kremlin, encontrar algún lugar donde pueda enseñar a su gusto los tesoros que almacena.

Falta de espacio

'Tenemos un problema de falta de espacio para exposiciones. El campanario de la iglesia de la Asunción sólo nos permite exhibir muestras de cámara, y hasta ahora sólo realizamos grandes exhibiciones en el extranjero. Actualmente negociamos para conseguir una sala en Moscú, pero no todos los museos tienen el buen servicio de seguridad, vitrinas blindadas y el sistema de alarma que necesitamos. Todos los objetos que tenemos en la Armería son obras de arte dignas de ser expuestas permanentemente, pero, por falta de espacio, sólo podemos enseñar el 5%', dice.

Afuera, junto a las murallas del Kremlin hay unas ruinas apuntaladas que, en teoría, deberían estar convirtiéndose en nueva sala de exposiciones, pero en las que no se percibe actividad alguna. 'Han expirado todos los plazos. Por desgracia, nuestros medios financieros son muy limitados...'. A Gagárina le cuesta hablar de dinero. 'No es un secreto, pero no es costumbre revelarlo', dice refiriéndose al presupuesto federal de 2002, que adjudicó dos millones de rublos (cerca de 69.000 euros) a los museos del Kremlin. 'Nos basta para pagar parte de los sueldos, del material y de las restauraciones y los gastos comunitarios'. Los museos ganan algún dinero con las exposiciones comerciales, las publicaciones, los derechos por filmación y las entradas.

En un año ha aceptado que las cosas de palacio van despacio y que tiene que vérselas con 'un proceso muy difícil y muy lento'. La directora no quiere quejarse al presidente. 'Ya tiene bastante trabajo. Ésta es una residencia oficial, y por eso intentamos organizar las cosas en función de la Administración y el Servicio de Escolta, y con todas las instituciones que trabajan con el presidente, para que nadie se queje de nosotros y para poder ayudar'. 'A nuestros museos vienen muchos invitados oficiales. Por el momento, nadie nos ha hecho ningún reproche y no le hemos dado ningún problema al presidente. Eso es muy importante'.

Servidumbres oficiales

Las servidumbres de un museo instalado en un recinto oficial son grandes. El museo se cierra si hay actividades especiales, lo que impide vender entradas por adelantado. La duración de la jornada se supedita a la seguridad. El museo, además, debe pedir permiso para utilizar vehículos sin matrícula oficial o para la entrada de material fotográfico aparatoso y cámaras de televisión.

Gagárina admira a Borís Piotrovski, el brillante director del Museo del Ermitage. 'Piotrovski dedicó tres años a montar un equipo propio. ¿A qué cree que me dedico yo ahora?', exclama en uno de esos momentos espontáneos. 'Lo que necesitamos son expertos en management', exclama. Gagárina ha reducido en cien personas la plantilla, que, según dice, es ahora de setecientas. 'Los colaboradores científicos me gustan mucho, lo que no me gustaba era la gestión de esto', puntualiza.

Al Kremlin ya no vienen dos millones de personas al año como en la época soviética, sino un millón y medio. 'No todos saben que el precio del billete para entrar en el territorio del Kremlin es puramente simbólico', señala.

La moda de reconstruir monumentos históricos la deja fría. 'Lo que está destruido, destruido está', sentencia. El vecino templo de Cristo Salvador, un edificio demolido por Stalin y reedificado por el alcalde Yuri Luzhkov, no es santo de su devoción. 'Es otra iglesia distinta, que ni siquiera se parece a la anterior. Su reconstrucción ha tenido un carácter más estatal que artístico', se atreve a decir. Tampoco es plato de su gusto el Palacio de Congresos, un mastodonte de cemento de los años sesenta, capaz para 5.000 personas. 'Afea al Kremlin, pero van a restaurarlo, aunque su mal estado haría más fácil demolerlo', dice refiriéndose al local donde se celebran caros conciertos de artistas occidentales. Gagárina lamenta que en tiempos de Yeltsin se desmontara el despacho de Lenin en el Kremlin. 'Era un lugar muy interesante desde el punto de vista histórico. Por eso lo siento mucho', dice.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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