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LA COLUMNA
Columna
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Los americanos y... sabe Dios

COMENZAMOS POR no saber muy bien cómo llamarlos. Una norma de estilo que viene de los tiempos de Franco exige suprimir de su identidad la última de las tres voces que identifican a su nación y designarlos por la más sobresaliente característica de su Estado: les llamamos estadounidenses, concepto carente de sentido en boca de alguien natural de los Estados Unidos de América. Es curioso, sin embargo, que en la época de la disparatada guerra de 1898 nadie usara tan feo vocablo: se les llamaba yanquis o gringos, y, si no, norteamericanos o americanos a secas. Juan Valera los llamaba angloamericanos, pero no le acompañó la fortuna en ese personal empeño. Lo de estadounidenses sólo recaló en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en la tardía fecha de 1956; poco antes, en Bienvenido Mr. Marshall, se les recibía con una coplilla que comenzaba: 'A-me-ri-ca-nos', sin que nadie se llamara a engaño.

Pues bueno, uno de esos americanos nos ha vuelto a sacar las castañas del fuego sacando a nuestros bravos legionarios del peñasco de Perejil. Una cosa, sólo una, tendríamos que haber aprendido de la historia antes de lanzarnos a resolver manu militari un contencioso con Marruecos: que cuando el Estado español se ha aventurado por su cuenta y riesgo en empresas militares al sur de Tarifa, siempre ha salido trasquilado. Desde el imperial reparto de África, hay concentrados en esa zona tantos intereses, codiciados por tan poderosos Estados, que una pequeña potencia debe pensárselo dos y hasta tres veces antes de emprender en solitario una acción militar sostenida no más que en dudosos títulos históricos.

Es inevitable, en el recurso de las armas, un elemento de azar: se sabe cómo empieza, con un pequeño grupo de personas jaleándose a base de consignas conmovedoras: esto no puede ser, se van a enterar, y cosas por el estilo; pero jamás se sabe cómo acaba, fiando a la providencia un resultado que con los propios medios es imposible garantizar. El Gobierno español ha actuado en esta historia de igual manera: pequeño grupo, altas horas de la noche, emoción ante lo inevitable, espera insomne del amanecer y... que Dios nos ayude, como dice Trillo que dijo Aznar. Nada nuevo, por lo demás: así han procedido los Gobiernos españoles desde que en 1908 fueron atacados los obreros que trabajaban en las minas y los ferrocarriles del Rif.

Sin duda, ni España ni Marruecos son hoy lo que eran en 1909, cuando el Barranco del Lobo; ni en 1921, cuando Annual; ni siquiera en 1975, cuando la marcha verde. Marruecos es hoy el más firme aliado árabe de Estados Unidos en el Mediterráneo; España es hoy miembro de la Unión Europea. Y ahí radica precisamente el quid de la cuestión: que el factor aliado de Estados Unidos actúa en política internacional con una fuerza sustancialmente superior a la del factor miembro de la Unión Europea. Para España, en un conflicto armado con Marruecos, ser miembro de la Unión Europea no significa nada, o, más bien, significa que habrá de arreglárselas sola, entre la simpatía de unos y la rechifla de los más, paralizados todos por el veto de alguno de los grandes que no esté dispuesto a poner en peligro sus intereses, Francia por ejemplo.

De modo que más valía cerrar con siete llaves el reabierto sepulcro del Cid, enterrar la exaltación patriotera y olvidar la ayuda de Dios, inevitables peldaños en el ascenso hacia el desastre. Así ha ocurrido, por fortuna. La rapidez con la que el Gobierno ha cumplido la resolución de Powell, la elegancia de Palacio al no dejarse enredar en cuestiones de protocolo, su desapasionada constatación del papel de Francia, su diligencia al abrir un debate parlamentario, su insistencia en identificar cada problema y tratarlo por separado, incluso su ardid de solicitar tiempo muerto hasta estudiar los expedientes, son iniciativas que van en la buena dirección, la del razonable realismo de una potencia media que no teme dar el primer paso para restablecer una relación degradada con un vecino incómodo.

Bien está lo que bien acaba. Pero habrá que recordar que este embrollo ha acabado, de momento, bien porque los americanos o -qué le vamos a hacer- los estadounidenses decidieron, en cinco líneas sin desperdicio, ponerle punto final. ¿Dónde estaríamos hoy si estos señores, sobre los que por aquí resulta de buen tono cultivar ideas primarias, hubieran decidido que se trataba de una cuestión bilateral y se hubieran lavado las manos como, en definitiva, ha hecho la Unión Europea? Pues... sabe Dios.

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