Salamanca y el rey Canuto
Es fama que un monarca inglés medieval -Canuto el Grande, si la memoria no me falla- ordenó cierto día a la marea detenerse y, al ver que ésta no le obedecía, la mandó azotar... Tal ha sido, diez siglos más tarde, la línea de conducta adoptada por el Patronato del Archivo General de la Guerra Civil, con sede en Salamanca: desdeñar de un manotazo la molesta reclamación documental catalana, y dar por 'zanjada la cuestión'. Ahora sólo cabe esperar que, visto lo poco que les estamos obedeciendo las instituciones, los historiadores, los partidos políticos y la opinión pública de Cataluña en general, los ilustres patronos salmantinos no pretendan aplicarnos -como el rey Canuto a la marea- una buena tanda de azotes.
Del arrogante punto y final -en realidad, apenas un punto y aparte- que el antedicho Patronato quiso poner el pasado día 22 a un pleito viejo de más de dos décadas, no sorprende la contundencia ni llama la atención la radicalidad, el 'de aquí no sale ni una cuartilla'; la estructura dirigente del Archivo de Salamanca, capitaneada por don Miguel Ángel Jaramillo, se ha caracterizado siempre por su intransigente cerrazón, por concebir el Archivo como una fortaleza asediada cuya defensa consiste en hacer más altos y gruesos los muros, y bien opaco el interior, a pesar de sus publicitarias referencias recientes a Internet. No, lo chocante ha sido, en todo caso, la actuación del Ministerio de Cultura. Porque, vamos a ver: si resulta que las sedicentes 'integridad y unidad' -no sólo conceptuales sino físicas, entre las cuatro paredes de San Ambrosio- del fondo documental hacen imposible el traslado a Cataluña de papel alguno, ¿puede explicarnos alguien para qué demonios Ministerio y Generalitat pactaron -en junio de 2000- formar la Comisión Técnica paritaria que ha funcionado hasta hace unas pocas semanas? Una Comisión cuyo mandato -según palabras textuales de la ministra en el Senado, aquel 21 de noviembre- consistía en ver 'si algunos documentos podían tener una sede en otro lugar, en este caso en Cataluña'. Una Comisión que no alcanzó la unanimidad, es cierto, pero cuyos dos dictámenes paralelos tenían un buen tramo en común y propugnaban, ambos, depositar en el Arxiu Nacional de Sant Cugat del Vallès un número apreciable de legajos ajenos a la Guerra Civil... ¿Por qué el Ministerio ha ignorado olímpicamente esta coincidencia parcial entre sus propios comisionados y los de la Generalitat? ¿Acaso hemos asistido a una vulgar maniobra dilatoria, a una tomadura de pelo de dos años de duración?
En su afán por enmascarar el derecho de conquista tras una pantalla de vacuos tecnicismos, tanto la dirección como el Patronato e incluso la propia ministra Del Castillo han seguido invocando estos días la supuesta 'unidad temática' del fondo salmantino. Pero quienes seguimos el asunto desde antiguo sabemos que no hay tal, que allí coexisten -sin otro denominador común que el expolio del que fueron objeto- papeles fechados desde 1875 hasta 1939, cartas particulares y libros de actas societarios, documentos de gobierno y expedientes judiciales, credenciales de milicianos junto a venerables textos de los días de la Regencia, en un totum revolutum al que nadie sería capaz de descubrirle unidad alguna.
Pongamos un ejemplo concreto: en el Inventario de 1948 -único disponible hasta la fecha- figura, como descripción de contenido del legajo 1389, la mención 'Fomento del Trabajo Nacional, año 1925, en Barcelona'. Y bien, ¿podría algún miembro del Patronato explicar qué pintan, en medio de tantos documentos presuntamente 'rojo-separatistas', papeles de la mayor organización patronal catalana, y más de los severos años de Primo de Rivera? ¿Nos aleccionará el señor Jaramillo acerca de la 'lógica represiva' que llevó esos folios hasta las riberas del Tormes? No hace falta, porque no hay ninguna lógica. Es sólo que, desde julio de 1936, el Comité Regional de Cataluña de la CNT se había instalado en la sede -incautada- del Fomento del Trabajo, en Vía Layetana, 64; y cuando, en el invierno de 1939, aparecieron por allí los equipos de 'recuperación documental' franquistas, éstos no fueron lo bastante cuidadosos, metiendo en el mismo saco ingredientes tan antitéticos como la documentación del sindicato libertario y la de la organización empresarial. Pues así, con este rigor, se fue recolectando el botín que acabaría almacenado en Salamanca...
Ítem más: frente a las razonadas e insistentes demandas catalanas, el de Salamanca ha sido una especie de Archivo-ameba, capaz de encoger o dilatar su ámbito y su perfil según las conveniencias del momento. Primero lo describieron como el gran archivo de la Guerra Civil aunque -¡oh paradoja!- desprovisto de cualquier documentación militar (que permanece en Segovia) o diplomática (que está en Madrid) acerca de aquel conflicto. Luego devino el archivo de la Guerra Civil y 'los años que la precedieron', por más que ni un solo papel relativo a la Segunda República ha abandonado el Archivo Histórico Nacional con rumbo a la capital helmántica. Últimamente tratan de vendérnoslo como el archivo 'de la Guerra Civil y de la represión franquista', pero sucede que no hay en Salamanca ningún documento concerniente a Galicia, a Castilla-León, a Álava y Navarra, a Sevilla o al resto de territorios donde la sublevación de 1936 triunfó desde el comienzo. ¿Será que allí no hubo represión, o tal vez es que aquello no forma parte de la Guerra Civil?
'Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces', reza el refrán, y eso evidenciaron el lunes 22 de julio los patronos del Archivo con sus reiteradas apelaciones a las directrices, los criterios y los principios emanados de la Unesco. ¿La Unesco? ¿Acaso la Unesco no ha sostenido la necesidad de restituir a sus legítimos propietarios las obras de arte que los nazis expoliaron a lo ancho de Europa entre 1938 y 1945, incluso si a la postre esas obras habían ido a parar a museos perfectamente respetables? Qué diferencia histórica o ética existe entre el saqueo artístico ordenado por Goering y el coetáneo saqueo documental dictado por Franco? ¿Por qué los frutos del segundo -esto es, el Archivo de Salamanca- tienen más legitimidad que los del primero? ¿Porque Goering terminó en el banquillo de Nüremberg, mientras que Franco murió en la cama? Si la diferencia estriba sólo en eso, mal anda la salud de nuestra cultura democrática.
Desde el reconocimiento de su tenebroso origen fratricida, el Archivo de Salamanca ha tenido, con el proceso negociador de los dos últimos años, una gran oportunidad de borrar aquellas infaustas tesis que Torrente Ballester formuló en 1995, una magnífica ocasión de ganarse definitivamente el respeto tanto de la comunidad científica internacional como de la opinión pública en toda España. Ni su Patronato ni el Ministerio que lo tutela lo han querido así; han preferido seguir apareciendo como la emanación de una victoria guerracivilista, como un depósito documental discutido y cuestionado, objeto de polémicas y sujeto a largos pleitos judiciales, como el símbolo de un agravio colectivo. Es su opción, y hay que acatarla; pero que no se anden quejando después de las consecuencias. Hacerlo sería tanto como azotar a la marea.
Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.
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