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Crónica:37º FESTIVAL DE JAZZ DE SAN SEBASTIÁN
Crónica
Texto informativo con interpretación

El agua protagoniza la primera jornada

La culpa de que la jornada de apertura del 37º Festival de Jazz de San Sebastián no resultara todo lo idílica que se presumía fue de algún malasombra aguafiestas que estuvo abriendo y cerrando el grifo de la lluvia toda la tarde-noche. Y así, desde la primera cita con un espléndido ramillete de músicos españoles dirigidos por el saxofonista Perico Sambeat. Ellos estaban bajo techo, pero también se calaron hasta los huesos de música enérgica y sincera; no será fácil que vuelva a reunirse en un mismo escenario, y de manera simultánea, una línea de vientos de seis miembros junto a dos pianistas, dos baterías y un contrabajo que bien podrían representar la crema del jazz nacional. El resumen de su trabajo pudo encontrarse en el Impressions coltraniano que atacaron al final, en verdad impresionante, llevado a tiempo casi desesperado y repleto de intervenciones saludablemente enfebrecidas.

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Cascadas de adrenalina

Para entonces, el público ya había bautizado paraguas y chubasqueros y, para secarlos un poco, se resguardó en la carpa del segundo escenario previsto. Allí esperaba un bufete alemán de abogados que tienen como afición la antigua música de Nueva Orleans. Con encomiable humildad, los de Wiesbaden practicaron un dixieland a lo teutón, es decir, pesado, cuadradote y sin chispa, pero honrado y siempre dentro de la ley.

De ella pretendió escapar justo después el Tiny Bell Trío. El grupo del trompetista Dave Douglas, invitado estelar del festival este año, se centró en músicas folclóricas, principalmente bálticas, con una actitud de intelectual barriobajero que incluso se atrevió a agitanar una melodía de Schumann. Las virtudes de Douglas son bien conocidas, pero Brad Shepik (guitarra) y, sobre todo, Jim Black (batería) también contribuyeron a llenar el cofre de las ideas brillantes con timbres fantásticos y ritmos de complejidad logarítmica. Lástima que su actuación fuera la más perjudicada por el del grifo.

De nuevo a cubierto, se pudo escuchar más tarde a un animoso grupo vocal procedente de Zimbabue. El cuarteto se anunciaba como intérprete de standards jazzísticos a la africana, pero el único clásico reconocible fue Perdido. El resto se antojó un repertorio hecho a medida para alguna sala de fiestas moderadamente exótica; marchosos, cándidos y optimistas, los presuntos crooners tuvieron la virtud de entretener y hasta de incitar al baile, como si quisieran prevenir posibles depresiones a causa del mal tiempo. En contraste, la Roosevelt Jazz Band, una de las muchas grandes orquestas universitarias estadounidenses, estuvo después seria hasta lo circunspecto. Rostros aniñados tras los atriles siguiendo con gesto concentrado arreglos de dificultad nada desdeñable. Algunos alumnos aventajados se repartieron los solos, en especial el pianista, autor de algunas intervenciones casi profesionales.

La playa como escenario

Las doce de la noche era la hora esperada por los amantes de los samplers y el dance. El escenario anfitrión estaba situado, como experiencia piloto, en la playa de Zurriola. Entonces sí que había agua por todas partes, pero la presencia de Bugge Wesseltoft (teclados) y Nils Petter Molvaer, reunidos bajo el lema Future jazz from Norway, congregó a un nutrido número de público. El teclista planteó un electro-jazz de fórmula fija, basada en crescendi previsibles y ritmos vivos pero sedentarios. El escenario tenía algo de fantasmagórico cuando la lluvia racheada, vista al contraluz de los focos, y el humo que despedían las máquinas se saludaban en remolinos dantescos sobre la cabeza de los músicos. Wesseltoft tuvo al fin que claudicar y acortó su actuación para no poner en peligro la integridad física.

¿Actuaría Molvaer? El trompetista noruego le echó agallas y, tras cubrir con toallas, sombrillas y plásticos varios todo su aparataje, puso en marcha otra versión de jazz eléctrico mucho más imaginativa y fecunda que la de su compatriota. Hasta el malasombra del grifo, que seguramente se había ido ya a dormir, le concedió licencia para tocar sin humedades, por fin, en esa línea de fragilidad afilada de Miles Davis y Don Cherry. Molvaer sonó como un hombre solitario entre la marabunta urbana, como un artesano que domina la amenaza maquinal. Su música fue la mejor recompensa para quienes habían aguantado hasta el final una jornada no apta para gente de secano ni reumáticos.

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