'Yo también encendí el pebetero'
Joan Bozzo, arquitecto y arquero, hizo todo lo posible para encender el pebetero olímpico. No fue elegido, a pesar de su mejor tirada. Los organizadores confunden su nombre y ahora ha decidido reivindicarse
A principios de 1992, me llamaron de la Federación Catalana de Tiro con Arco, en la que yo estaba federado, para preguntarme si quería hacer una prueba para la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos. De repente se me encendió la bombilla: ¿no habría sido una broma aquella idea del diseñador Carles Ricart de encender el pebetero con una flecha en llamas?
Dije que sí enseguida y me convocaron una noche en el foso del castillo de Montjuïc, un lugar que los arqueros de Barcelona conocemos muy bien.
En aquellos años yo aún era estudiante de arquitectura y practicaba el tiro con arco de manera muy seria, pensando que algún día no demasiado lejano podría ser arquero olímpico. Y de alguna forma lo acabé siendo.
La organización pidió discreción y yo cumplí. El olvido es el premio por hacer bien las cosas
En el día y la hora convenidos me presenté, y subí al castillo andando desde el metro de Poble Sec. Me pareció mágico bajar de noche al foso del castillo, cosa que nunca había hecho antes. El césped, el fuego que alguien encendía de vez en cuando, aquella sensación de clandestinidad, con multitud de gente que estaba preparando cosas... Vi una grúa enorme con una estructura triangular de tubos metálicos y una tela que simulaban el pebetero, situado a la distancia y altura calculadas. También había un arquero que no conocía, rodeado de gente, que de vez en cuando lanzaba una flecha encendida que se apagaba al comenzar el vuelo.
Me presentaron a algunas personas implicadas en la organización de la ceremonia, como el desgraciadamente desaparecido Pepo Sol, de Ovideo, amabilísimo siempre; Cuqui Pons, ahora en BTV, y los de efectos especiales, como Loris Omedes, hijo de Rosa Regàs. También me presentaron al tosco Antonio Rebollo, que finalmente se haría famoso por encender el pebetero en la ceremonia, y al equipo de Madrid del señor Reyes Abades, responsable de la cuestión de las flechas y de los arcos.
Lanzamos algunas flechas para probar y resultaba muy complicado. La postura que adoptábamos era muy forzada porque teníamos que apuntar muy arriba. Además no podíamos utilizar un visor para apuntar, algo que es imprescindible si se quiere ganar precisión. Para acabarlo de arreglar, los arcos que debíamos utilizar eran durísimos en comparación con los de competición olímpica. Prácticamente tenían el doble de potencia. Pero claro, aquellas flechas tan largas, con la capucha de aluminio y el redondel de gasa empapada en 'combustible secreto', pesaban una barbaridad y requerían la utilización de los arcos llamados 'de caza'. Todo esto significaba que en una sesión de entrenamiento sólo podíamos lanzar entre 20 y 30 flechas como máximo, porque nos dolía la espalda y eso no ayudaba a progresar.
Nos vimos en el castillo muchas veces, siempre de noche. Algunos días fueron espantosos: la mayor parte de las flechas se apagaban y el poco viento que pudiera hacer desviaba muchísimo las flechas, con el peligro de que no pasasen por encima del supuesto pebetero. Era decepcionante, pero poco a poco todo fue mejorando, hasta que la mayor parte de las flechas pasaban correctamente y encendidas. La verdad es que el ambiente de trabajo era fantástico y la relación con Antonio Rebollo mejoró mucho, aunque creo que él me seguía viendo como un rival más que como un compañero de equipo.
Finalmente empezamos a ensayar en el estadio. Se había de cortar la calle a los transeúntes porque las flechas pasaban de largo del pebetero y caían en la calzada. También descubrimos, con horror, que a veces las flechas rebotaban en el pebetero y caían en las últimas filas. Tendríamos que afinar mucho. Muchísimo. Las flechas que lanzaba Rebollo iban más horizontales que las mías, que volaban más arqueadas y a veces se quedaban asándose dentro del pebetero.
La noche anterior al ensayo general hicimos una prueba para sincronizar el encendido del pebetero con la música que Angelo Badalamenti había compuesto para la ceremonia. Fue muy emocionante y los cantantes de ópera famosos que habían venido a vernos quedaron maravillados. Arrancamos un ¡oooooh! de admiración a Montserrat Caballé, Plácido Domingo, Joan Pons, Josep Carreras... Nos preguntaron si no nos poníamos nerviosos y si acertábamos siempre. Nosotros simulábamos tener los nervios de acero.
El día del ensayo general fue espectacular. Nunca se me borrarán de la memoria las imágenes y los sonidos de la ceremonia. Era algo digno de ver los pasillos de debajo de las gradas del estadio, llenos a rebosar de voluntarios vestidos de diferentes colores, corriendo arriba y abajo, mientras fuera se oía la música y los gritos del público. Cuando llegó el momento de encender el pebetero, la organización nos dijo que lanzaríamos una flecha cada uno. Primero Rebollo y después Bozzo. A los dos nos salió perfecto. Pero al día siguiente, en El Periódico se podía leer que Rebollo había lanzado dos flechas y que había obtenido un siete con la primera y un 10 con la segunda. ¡Mi flecha era la que había merecido un 10! Aquello me hirió mucho. La organización nos había pedido discreción a los dos arqueros desde el primer día y sólo yo cumplí. ¿Era aquél el premio por hacer bien las cosas? Pero no me desanimé.
Llegó el 25 de julio de 1992, día de la ceremonia, y sabíamos que todo saldría perfecto. No soplaba el viento. Todo el mundo estaba concentradísimo. Hicimos ejercicios de relajación, nos peinaron y nos maquillaron, nos fotografiaron... Incluso nos hicieron poner unas lamentables y enormes zapatillas de deporte con luces para lanzar la flecha. El señor Lluís Bassat nos vino a ver y a decir que se había celebrado una votación y se había decidido que Rebollo lanzaría la flecha. Lo acepté deportivamente. Rebolló la lanzó bien y cuando volvió, bajo el escenario, me abrazó.
Después de la ceremonia, Pepo Sol me comentó que yo le había parecido la única nota triste de todo aquello, que lamentaba que aquel esfuerzo no tuviese recompensa, y me dio la gracias porque yo había sido imprescindible. Inmediatamente, otro fallo de la organización: Lluís Bassat comentó por televisión que había dos arqueros preparados para encender el pebetero, pero como no sabía mi apellido se inventó uno. En lugar de Joan Bozzo, me llamó Joan Bueno. Pero a mí es imposible desanimarme.
El año de mi vida fue 1992. No encendí el pebetero, pero en aquellos meses hice diana en el corazón de la que ahora es mi mujer, Mònica, y fui campeón de Cataluña de tiro con arco en modalidad olímpica. Y el pebetero del estadio Olímpico... seguirá siendo mío, como hasta ahora.
Joan Bozzo i Mulet es arquitecto y arquero olímpico.
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