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Ni campo ni Turia, ciudad

La ciudad real, metropolitana, engulló hace tiempo al campo y al río. Donde hubo secanos, florecen huertos ávidos de agua. Y casas, sobre todo casas. O naves industriales, centros comerciales. Sin transición, del algarrobo o el olivo, al naranjo fugaz, a la verdura efímera. Y del río, el nombre, en escorzo a poniente.

La deserción de la ciudad central se apareja con la memoria de espacios rurales, con la búsqueda incierta de raíces perdurables. Es la hora de la parcela, del espacio reducido de la privacidad que la ciudad central no ha sido capaz de generar. La hora de las migraciones cotidianas, costosísimas en términos personales, de disponibilidad de tiempo. Costosas igualmente por lo que respecta a las dotaciones de movilidad, del transporte individual, del insatisfactorio equipamiento colectivo. O de su uso social, todo hay que decirlo.

Es la hora, también, del sacrificio de los recursos naturales, o no tanto, que los cultivos son artificio, no vayan a pensar los puristas. Y de los costes crecientes de gestión del territorio, en los marcos municipales. Urbanizaciones, salubridad, servicios sociales, colectivos de transporte y de seguridad. En fin, la era de la población dispersa, anclada en hábitos de proximidad, ya se trate de la ruralidad, ya se trate de la urbanidad. Los atardeceres, los cantos de los mirlos, ahora habitantes genuinos y antes migrantes, suelen compensar las zozobras de los nuevos congéneres del espacio virgen antaño.

El campo como referencia, incluso toponímica. Las costumbres, de ciudad. Las exigencias, también. Urbanitas todos, incluso el río, que conserva el nombre, no siempre reconocido, con su curso, discontinuo, amenazado, absorbido por las necesidades. Apenas un recuerdo de paisaje y costumbres, que se reconstruyen con ritos anuales, más frívolos y multitudinarios a medida que disminuye la adhesión identitaria. Una comarca urbana. Una suerte de contradicción en los términos. O una apuesta por la integración en la ciudad real, la metropolitana. Que desborda los límites anticuados de los municipios, en razón de la prestación de los servicios, la acogida de la incomodidad, de la basura a la depuración de las aguas, del transporte público a los equipamientos de salud o educativos. No hay un límite preciso, como el que marcaron durante siglos las trashumancias de los ganados, o fijaban las estaciones y el ritmo de las cosechas.

Una comarca urbana que puede ser periférica. Secundaria. O complementaria, integrada en la gran ciudad. Armónica con el uso del territorio, o suburbial. Estas son las opciones. De los ciudadanos residentes, antiguos o nuevos. Éstas las responsabilidades de los dirigentes sociales y políticos, más allá de los sentimientos, o incluso de los motivos, para los nuevos, que les llevaron a escoger un espacio que, para quien esto escribe, ciertamente, es un paisaje de la memoria.

Una dimensión territorial modesta, de transición entre la costa y la montaña, más cercanas cada vez por la variable acelerada de la movilidad, privada y pública. Una dimensión demográfica creciente, desconocida en términos históricos, en la que ya se dan la mano las migraciones internas, y la aportación, incluso lejana, por razones de mercado de trabajo, y las de siempre que no son otras que la persecución o la necesidad. Unas sociedades, ayer mismo rurales, dependientes del centro urbano, y que hoy contribuyen a la dinámica metropolitana. En nuestros municipios, la multiculturalidad, con todas sus complicaciones, ya forma parte de la estructura social, de los conflictos, y de sus soluciones. Algo impensable apenas hace veinte años.

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Estas dimensiones como base de un discurso político que los poderes actuales no han abordado, que rehuyen, en dejación de responsabilidad, al albur de fuerzas no tan ciegas -que perdimos la inocencia-, del mercado.

La avidez de suelo, la destrucción irreparable del patrimonio natural, histórico, que vienen a ser lo mismo, es la consecuencia. La proximidad como factor estimulante de la avarienta apropiación del espacio. El encogimiento de los responsables locales ante la tentación, cuando no imposición de los poderes que debieran ser tutelares y garantes. Esta comarca, nada rural, en fin, ha de inserirse en el combate común por la ciudad. Desde la singularidad de origen, ciertamente. Desde la singularidad, en lo que resta, del espacio natural. Y desde la responsabilidad de contribuir al equilibrio y sostenibilidad de un sistema de ciudades del que ya forma parte de manera inequívoca.

Corresponde a municipios y sociedad civil organizada, reparar los desmanes, y acudir con prontitud a las nuevas exigencias que una sociedad plural, diversa, va planteando de manera cotidiana. Como corresponde a la sociedad y sus instituciones, exigir de los poderes públicos, autonómicos u otros, la articulación del Camp de Túria en la ciudad real, en el sistema de ciudades del país de las ciudades. Puede que la incomprensión, cuando no el desprecio o el desdén constituyan la compensación. Pero nuevos y antiguos habitantes sabrán exigir lo que les corresponde, como ciudadanos que son.

Ricard Pérez Casado es diputado socialista por Valencia.

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