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Tribuna
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Judíos húngaros / y IV

A raíz de la publicación de estos artículos, además de algunas llamadas -pocas- recibí dos volúmenes acerca del tema, gentilmente enviados por la editorial madrileña Siglo XXI, que agradezco. Estoy contando, con el temor de aburrir a los lectores, la peripecia personal de los años pasados en Budapest, apuntalada por un libro, escrito y editado hace 56 años. No deseo contaminarme con la lectura de textos ajenos, que podría degenerar en indeseada polémica, pero la curiosidad me hizo hojear aquellos ejemplares. La autora de uno de ellos -hebrea rumana que tenía entre 12 y 15 años a la sazón- afirma que encontró en España, recientemente, a un 'embajador en funciones' destinado en Yugoslavia durante la persecución judía, llamado Benjamino Molho. Dado que el territorio que englobó a serbios, croatas y eslovenos, denominado Yugoslavia tras la Primera Guerra Mundial, fue ocupado militarmente por Alemania el 27 de marzo de 1941, hasta la entrada de Tito y los soviéticos, en octubre de 1944, es impensable que España mantuviera, en territorio secuestrado, a un representante diplomático, y menos que, con aquella categoría, se llamara Benjamino Molho. Lo sabríamos. La falta de rigor y la sencilla comprobación parece afectar a muchos de los que se dedican a contarnos la historia tal como no pasó.

Acerca del espanto que supuso para los judíos húngaros, en este sofocante agosto madrileño de otro siglo, la dolorosa experiencia presenta otra faceta de la condición humana, extraída del libro que escribí, ya agotado, lo que excluye la intención publicitaria. 'En cierta ocasión [...] nos dijeron que unos aviadores norteamericanos, derribados por la artillería antiaérea, habían conseguido pasar inadvertidos, hasta encontrar pasajero refugio en una de aquellas horribles aglomeraciones. Acompañado de quien me informó al respecto, a la caída de la noche, llegamos hasta el gueto. Siempre había un pretexto para entrar, ya que muchas familias no judías se resistían a abandonar el barrio y la casa antigua [...], con lo que las visitas están justificadas, pues no era delito entrevistarse con un ario, incluso en una casa-gueto. Hacía calor, calor anticipado de verano, y en la casa se percibía el bochornoso latido de una humanidad confinada. [...] Las severísimas órdenes con respecto al oscurecimiento, por causa de las precauciones antiaéreas, sumían a los edificios en una absoluta penumbra y en la ascensión hasta el tercer piso percibíamos la respiración de docenas de personas apiñadas en la oscuridad, el olor a multitud [...]. De tarde en tarde, la tenue brasa de un pitillo ávidamente succionado [...]. Nos llega el apagado eco de las voces de dos muchachas. De pronto, una de ellas comienza a cantar en tono apagado, y el vulgar cuplé, repetido por todas las bocas, toma el aire de una lamentación talmúdica, de queja milenaria, de una confesión desesperada'.

'En otra habitación -siempre al pasar, al vuelo-, el retazo de una disputa. Dos seres se recriminan con violencia contenida, masticando las palabras, comunicando un odio concentrado, vitamínico. Mañana habrá delaciones, porque de la convivencia forzosa el judío no ha extraído buenos sentimientos. Ellos, que aman la libertad sobre todas las cosas, los únicos que han forzado fronteras, incluso espirituales, se desesperan ahora en este triste y reducido confinamiento. Diez personas por cada habitación de diez metros cuadrados, durmiendo por turnos, soportando la forzosidad de una compañía no buscada, coincidiendo, a veces, dos enemigos profesionales o personales en el mismo cubil. [...] Es preciso añadir un refinamiento introducido por el Gobierno: el espía. En casi todas las casas-gueto se había infiltrado un soplón [...] Recelo, miedo, suspicacia [...]'.

Y el riesgo añadido de los bombardeos americanos. Sobrevolando el problema, una inmoralidad asumida. Los judíos ricos encontraban escapatoria en la cesión de sus propiedades y el control exigido de las grandes o medianas empresas industriales. No había otra opción que la muerte y entregaron las riquezas con la esperanza cumplida de que aquellas operaciones fueran ilegales ante los vencedores y se les devolvieran. La Gestapo era muy accesible al soborno. Quedaba de manifiesto la suprema crueldad nazi: el sometimiento, la humillación, el envilecimiento a través del terror, el menosprecio de la vida, el imperioso egoísmo de la supervivencia. Con todo eso se vivía en el Budapest del año 1944. Y otras cosas que suelen permanecer ocultas y explicarían algunos extraños comportamientos del ser humano.

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