Transplantes de hígado
A veces envío a La ventana textos escritos por mí, aunque firmados con seudónimo, que luego critico cruelmente en antena con conocimiento de causa. Durante los días posteriores llegan decenas de cartas que me tachan de soberbio y en las que se me pregunta quién soy yo para juzgar a nadie. Es sobrecogedor. Cualquier viajante de comercio acepta sin problemas la acusación de que no sabe hacer transplantes de hígado, pero si le dices que no sabe escribir, te retirará el saludo, aunque jamás se haya preguntado cómo se construye una condicional. La escritura está tan sacralizada que existe la idea de que el talento literario, como la vivienda, debería ser un derecho fundamental contemplado por la Constitución (ya vemos con qué éxito, por otra parte). Por eso, y en defensa propia, sólo soy verdaderamente cruel con mis propios textos.
Todo el mundo, en fin, tiene la fantasía de que podría escribir bien si se pusiera a ello. Una semana decidimos premiar los peores relatos, pidiendo a los oyentes sensibles a la crítica que se abstuvieran de escribir para evitar el escarnio radiofónico, y, pese a todas estas cautelas, en los días posteriores a la emisión del programa volvimos a recibir decenas de cartas insultantes, suponemos que de las madres de los damnificados (mi madre fue la única que no escribió, aunque sabía, porque conoce todos mis seudónimos, que tres de los relatos machacados en antena eran míos). Por cierto, que la maldad de algunos textos era tal que llegamos a dudar si serían geniales: los extremos se tocan.
Y bien, todos estos sucesos y reflexiones nos animaron a preguntar a la gente por qué escribe. Aunque muchos de los oyentes reconocieron que escribir es más duro que cavar, la convocatoria fue un éxito. Algunos de los cuentos recibidos eran notables por su brevedad, como el de José Manuel Pardo, Voyeur, que seleccionamos porque nos pareció inquietante la idea de que el texto te observa, aunque quizá el autor quiso decir otra cosa. El de Manuel González Seoane, Jack London, gustó mucho por el acierto de que el título formara parte del relato hasta el punto de que lo explica. Naderías, de Julián Alamillo, tiene una vocación aforística que cultivamos mucho en el programa, a veces con éxito. Colijo yo, propende él, de Eduardo García, habla de la fascinación por el lenguaje concretada en esos dos raros términos: colegir y propender. Y El boli, de Jaime de Nepas, está articulado en torno a una idea ingeniosa bien desarrollada. De este cuento, nos conmovió también el contraste entre la primera parte, una descripción casi científica de lo que es un bolígrafo, y la segunda, en la que se le atribuye una utilidad mágica. Allá van.
PD. Correo ordinario. Cadena SER (a la atención de Juan José Millás). Gran Vía, 32. 28013 Madrid. Internet. www.cadenaser.com. Una vez dentro de la página web hay que pinchar La ventana y, en La ventana, La ventana de Millás.
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