Cortés y gallardo
En Madrid casi todo el mundo, todo el mundo menos él, sabía de la desaparición de José María Álvarez del Manzano de las listas del PP para las próximas elecciones municipales. Los diarios aventuraban los nombres de Mercedes de la Merced y de Esperanza Aguirre como aspirantes primarias a la candidatura, y en los corrillos urbanos las habituales y omnipresentes imprecaciones contra el alcalde finalizaban con una coletilla de alivio y un punto de nostalgia anticipada. Después de tantos años sufriendo sus desmanes y destilando pullas y chascarrillos como inane autodefensa, muchos madrileños, entre los que me incluyo sin sonrojo, experimentamos un sentimiento contradictorio ante su ausencia, un sentimiento de pérdida casi inexplicable, y no por aquello del más vale malo conocido que bueno por conocer, espantoso sofisma donde los haya, sino porque cuesta quitarse la costumbre del rival eterno o por lo menos perdurable del que ya se conocen las mañas, un rival que se ganaba y aún se gana a pulso en el día a día su título de enemigo público número uno de los ciudadanos que juran tomando su nombre en vano ante cada nuevo escollo, ante cada piedra que infatigablemente y con empeño digno de mejor causa siembra a su paso el melifluo edil y jefe local del inmovilismo viario.
Don José María nos ponía fácil la crítica, tal vez demasiado fácil, como beneficiario de ese otro sofisma, falso sofisma pues le redime su punto irónico, que dice: que hablen de mí aunque sea bien. La fama, aunque sea mala, es fama y acaricia el ego, y el poder absoluto crea un séquito de aduladores absolutamente serviles para lavar las afrentas públicas. Después de Álvarez del Manzano, la candidata a la sucesión más cualificada para sucederle, al menos en la picota, era Esperanza Aguirre, cuyo leve paso por el Ministerio de Cultura generó un generalizado florecimiento del humorismo político y de la sátira popular. Pero, en lo que algunos analistas, sofistas, han llamado 'jugada maestra', el jefe Aznar ha señalado con su poderoso índice, según las reglas de la democracia digital y virtual, a Alberto Ruiz-Gallardón.
No parece jugada maestra, sino enroque obvio; el jugador de La Moncloa ha desvelado su estrategia, prefiere conservar la capitalidad preolímpica y simbólica de Madrid aunque tenga que arriesgar a cambio la presidencia de una comunidad menos emblemática y recién cuajada.
La comparación, tan inevitable como ociosa, con Álvarez del Manzano fue uno de los ingredientes que cimentaron la buena fama de Alberto Ruiz-Gallardón, incluso entre los votantes y simpatizantes de los partidos de izquierda. Los parabienes de este sector llegaron a poner de los nervios a muchos compañeros de filas, o de viaje, del presidente autonómico, y en los periódicos adictos, columnistas de colmillo retorcido insinuaron que tal vez bajo su barniz relamido de chico de derechas de toda la vida asomaba el pelaje de un peligroso progresista trasnochado, un quintacolumnista infiltrado en la cúpula del Partido Popular con aviesas e inconfesables intenciones.
Lo cortés no quita lo gallardo. Ruiz-Gallardón puede que tenga un toque trasnochado en su imagen, pero no progresista, porque ha sido, es y será un político conservador, entre otras cosas del patrimonio de los suyos, un señor de derechas, de esa derecha de toda la vida a la que también pertenece Álvarez del Manzano, de la misma clase pero mucho mejor alumno que el alcalde. Discreto en sus manifestaciones y moderado en sus efusiones, Ruiz-Gallardón ha prodigado gestos y guiños hacia los bancos de la oposición y ha reforzado su aparente objetividad centrista, nombrando, por ejemplo, a una consejera, que se autodefinió en su día como independiente de izquierdas, para ocuparse de esa Cultura que tanto parece preocupar a los que se dicen progresistas. Desde la oposición se analizaron estos gestos como cortina de humo, incienso que nublaba la visión de otras áreas, chocolate del loro frente a los relevantes y fundamentales temas económicos e inmobiliarios, las grandes recalificaciones y las magnas obras públicas. Asuntos vitales en los que los políticos se quitan las máscaras y descubren su juego, temas de fondo y de fondos, menos atractivos y fotogénicos, sumergidos bajo la superficialidad de los gestos para la galería.
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