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Columna
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Noches de verano

En la hermosa novela de Nabokov que estoy leyendo, Risa en la oscuridad, Margot y Albinus huyen a una playa de Italia a pasar unos días de julio. Él es viejo y adusto, ella una adolescente alocada que quiere despilfarrar cuanto antes las bagatelas que le ofrece la vida. En algún momento, Margot acude a un baile en el casino y se aleja con un desconocido hacia una zona del jardín envuelta en penumbra; lejos, la orquesta sigue tocando. 'A la noche', escribe Nabokov, 'se sumaba también la banal combinación de la luz de la luna con una música distante, que tanto efecto puede hacer en las almas sencillas'. Por esta declaración entiendo que mi alma siempre ha sido tremendamente sencilla: para mí el matrimonio de música y noche de verano ha supuesto uno de los atajos más frecuentes hacia la felicidad. El escenario que describe Nabokov -la luna llena, el agua de un pantano bañando los juncos, los insectos que chirrían en las orillas- era el mismo que figuraba en la portada de uno de los primeros discos de música clásica que compré con mi dinero, El sueño de una noche de verano de Mendelssohn, y que escuchaba en las oscuridad de las madrugadas de agosto, cuando la casa se había quedado vacía y podía fumar sin que me vigilasen. Las ventanas abiertas, la tibieza del aire, el universo cuajado de astros que se entreveía a través de las persianas, parecían colaborar con la fluidez de la música, volviéndola más exacta, auténtica, sincera. La música es siempre una promesa, y en verano, en una noche de verano, somos más proclives a aceptar las promesas que nunca: la escena de Nabokov es una maqueta de la dicha, ese momento preciso en que cada cosa parece estar situada donde debe estar, en que no hay un solo elemento fuera de lugar y pertenecemos a la piel y el destino que nos han tocado vivir. Todos nuestros primeros amores, todos los recuerdos irrompibles de la pasión novicia tuvieron lugar en un jardín, con una suave música de fondo.

Por muy largo y tedioso que sea el verano si debemos pasarlo en casa, siempre se cuenta con la oportunidad de buscar refugio en esas aguas mansas, las de la música. Los patronatos de turismo lo saben y por eso cada vez son más las localidades que se animan a organizar eventos de esta clase a lo largo y ancho del país: ahí están los perennes de Vitoria o San Sebastián, o los más recientes de Málaga y Granada. Entre los veteranos, hay que incluir el Festival de Ayamonte, que este año alcanza su vigésima edición con una propuesta que no se centra únicamente en la música clásica sino que aborda también tecno y flamenco. El programa del festival, que tengo delante, supone una opción lúdica y refrescante no sólo para quienes se encuentren veraneando en la playa onubense y no sepan cómo llenar sus noches, sino también para cuantos frecuenten sus alrededores y dispongan de algunos minutos para desplazarse en coche. En el verano, que es estación de anticipos, existen actividades que por lo que sugieren parecen destinadas a triunfar sobre todas las demás: escuchar un buen concierto y tumbarse en la hamaca con un libro que logre arrancar horas a la siesta.

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