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Columna
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Una patera llena de blancos

Los magrebíes, excelentemente pertrechados para el viaje, y portando carísimas cámaras de foto y vídeo, llegaban en sus lujosos aviones, clase Bussiness, a España, país en el que no solamente buscaban el sol sino también la lluvia, pero sobre todo el calor campechano y rústico de sus gentes. Lo mismo ocurría con los subsaharianos, que funcionaban con dólares, casi siempre billetes grandes que abandonaban despreocupadamente en las barras y mostradores para recompensar la atención de los dependientes.

Claro está, ellos sabían que la mayoría de los europeos quería emigrar a África, puesto que África era el mundo desarrollado. Magrebíes y subsaharianos conocían esto, y tronaban voces entre ellos que clamaban contra la inmigración occidental, e incluso algunos hablaban de la pureza de la raza negra, en un tumulto de reacciones contrapuestas frente a la hipotética invasión de blancos. No obstante, los africanos continuaban visitando los países menos desarrollados, y se llevaban recuerdos, y se alojaban en los mejores hoteles, e incluso compraban palacios de vacaciones, amén de los yates y automóviles de lujo. Mientras tanto, los europeos que aún no habíamos emigrado, nos dedicábamos sobre todo a vivir del turismo, a regatear con aquellos hombres opulentos que portaban un fajo de dólares grueso como un ladrillo, y a sacarles cuanto más dinero mejor por un viejo recipiente de acero inoxidable, o por un antiguo reloj, mientras ellos preguntaban, inocentes, a qué tribu pertenecía aquella antigüedad.

Los blancos niños semidesnudos admiraban a aquellos hombres de color oscuro que llegaban de algún lugar lejano y que eran tratados como auténticos reyes. Pensaban que ellos, de mayores, querían ser así, y tal vez en su inocencia hubieran deseado profundamente ser adoptados por uno de esos hombres de piel oscura, y viajar a África, donde habían oído que las ciudades tenían torres doradas y embaldosados de plata. Y, por mucho que los africanos asegurasen que aquello no era cierto, seguían surcando el estrecho aquellas pateras llenas de blancos, a bordo de las cuales lo único que encontrarían muchos sería la muerte.

En respuesta, los occidentales comenzaron a ser presentados en todos los periódicos africanos como auténticos delincuentes que llegarían sin otro fin que el de robar, violar y matar. De hecho, en los diarios se hablaba de que las cárceles africanas estaban llenas a causa de la inmigración occidental. Se empezó a considerar el fenómeno como una plaga en determinadas esferas políticas, y se predicó el cierre de las fronteras a los inmigrantes como la solución a todos los males. En algunos casos, los blancos fueron tratados de buenos para nada, se dijo que no trabajaban porque no se acostumbraban al calor, que sus pieles no resistían el sol, y muchas otras tantas cosas acerca de sus condiciones físicas, cuando no acerca de su propio rendimiento intelectual. Se habló incluso de que la culpa de la ruina de Europa era de los europeos, que se habían quedado anclados en el pasado.

Mientras tanto, en las calles de una de esas hermosas ciudades africanas, de altos rascacielos y hermosos barrios residenciales, deambulaban como fantasmas unos cuantos de esos pálidos europeos que habían conseguido llegar al continente prometido. Caminaban por las terrazas de los cafés africanos intentando vender baratijas, y, en último término, pidiendo una ayuda. Y esos hombres de piel oscura de las terrazas, bien vestidos y alimentados, con su cóctel sobre la mesa, dejaban caer inadvertidamente unas monedas en sus manos, o, en otras ocasiones, simplemente negaban la limosna al blanco desviando la mirada. ¿Fracaso de la raza blanca? ¿Fracaso de la cultura occidental? Algunas voces con tendencia a simplificar denunciaban sin pudor que la cacareada superioridad de la raza era tan solo una cuestión de dinero. Los ricos podían dormir tranquilos: pensar que algo iba a cambiar era hacer ciencia ficción.

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