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Batallitas

Probablemente José María Aznar no ha leído a Karl von Clausewitz, pero su sabiduría política -como la de casi todos los profesionales de la acción- no es más que un eco lejano de ideas formuladas por algún escritor ignorado. Hace casi doscientos años, el teórico prusiano de la guerra moderna identificó la sorpresa como la base de la victoria. Los dos factores de este arma son 'el secreto y la rapidez' -escribió Clausewitz- y ciertamente parece que 'sabe', aunque quizá no sepa de dónde lo ha aprendido, Aznar. Pero tanto en la guerra como en la política democrática de confrontación, 'la sorpresa es mucho más concebible en cosas que pueden realizarse en uno o dos días' -decía Clausewitz-, como, pongamos por ejemplo, un cambio de ministros. En general, no debería esperarse 'algo grande de las sorpresas', ni en la guerra ni en la política -la cual, digámoslo de paso, no es más que la continuación de la guerra por otros medios, como también es bastante sabido, aunque esto el prusiano lo dijera al revés.

Las condiciones necesarias para la sorpresa son 'una gran energía en el gobierno y en el general en jefe y un sentido elevado del deber militar en el ejército'. Aplicado a nuestro caso, esto significa que sólo se pueden tomar decisiones por sorpresa si el jefe del gobierno goza de una enorme concentración de poder y existe un sentido elevado de la disciplina en las filas del partido gobernante. Es decir, no hay nada más parecido a dirigir una batalla que gobernar con mayoría absoluta en el Parlamento. Con el reciente cambio de ministros, Aznar ha mostrado que controla absolutamente el Gobierno, en el que no parece que exista nada parecido a una responsabilidad colegial; tiene asimismo en sus manos al partido, que le obedece y le sigue sin apenas pestañear desde que ganó las elecciones y aún más desde que obtuvo una mayoría parlamentaria absoluta dos años atrás; puede, pues, designar nada menos que al presidente del Senado sin ni siquiera consultar a los senadores, así como destituir a alcaldes y presidentes autonómicos y nombrar candidatos a estos cargos sin pasar por el engorro ya no de las llamadas 'primarias' en las que tienden a empantanarse los partidos en la oposición, sino ni siquiera el de los comités de listas del partido u otros escenarios de negociación.

Las condiciones institucionales de este alarde de energía y obediencia se encuentran en los peores aspectos de la democracia española. En primer lugar, la competencia política está reducida a dos partidos grandes, los cuales obtienen sobre-representación a costa de los demás. En segundo lugar, los partidos funcionan con un nivel altísimo de centralización en la toma de decisiones; esto es favorecido por la ausencia de competencia intra-partidaria en el sistema electoral, es decir, por las listas cerradas, pero también por el financiamiento público generoso y sin control de los partidos y sus cargos. En tercer lugar, es muy difícil que el presidente del Gobierno pueda ser derrocado o seriamente desafiado desde el Parlamento debido a la exigencia de que toda moción de censura sea 'constructiva'. Por último, los partidos políticos cuentan con un número bajísimo de afiliados, la inmensa mayoría de los cuales son buscadores de cargos que muestran un elevado sentido del deber cuando su partido está en el Gobierno (y expresan inquietudes cuando está en la oposición).

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Tanto el líder de la UCD como el del PSOE ya se beneficiaron en notable medida de estas condiciones, las cuales dieron lugar, sucesivamente, al 'suarismo' y al 'felipismo'. Pero Aznar disfruta además de las altas barreras de entrada impuestas a posibles rivales electorales a su derecha, lo cual le permite descartar la amenaza de transfuguismo y controlar más férreamente al partido que sus antecesores en el Gobierno. Su estilo organizativo, que en la oposición podía sugerir un esquema empresarial basado en una amplia división de tareas, relaciones jerárquicas verticales y prioridad a los criterios de eficacia, una vez en el Gobierno con mayoría absoluta más se asemeja al mando militar. España es el único país de Europa en el que el jefe del Gobierno es al mismo tiempo el jefe del partido y éste cuenta con mayoría absoluta en el Parlamento (recordémoslo: con una minoría de los votos populares). El único caso con un poder de decisión personal comparable es Tony Blair -y de ahí, más que de sus posiciones ideológicas aún dispares, deriva quizá la sintonía entre los dos personajes.

Aunque algunos aún lo hayan llamado 'crisis', sin duda por automatismo verbal y pereza mental, el reciente cambio de ministros ha sido un secreto, rápido, enérgico y eficaz ataque por sorpresa. Con él Aznar ha conseguido controlar la agenda en dos aspectos principales: la selección de los temas prominentes y la gestión del tiempo. En el primer aspecto, ha quitado relieve a un balance poco brillante del semestre de presidencia europea, a la vez que, tras acusar el golpe, ha reaccionado a la huelga general. El segundo aspecto, la gestión del tiempo, no ha sido muy estudiado todavía por los politólogos contemporáneos, pero es un elemento importante de toda estrategia política. Lo que puede verse ahora es que, a cortísimo plazo, Aznar ha tomado la iniciativa ante el debate parlamentario sobre el estado de la nación; a medio plazo, ha lanzado algunas candidaturas clave para las elecciones municipales y autonómicas del próximo año; un poco más allá, ha mantenido la incertidumbre sobre su posible sucesor en las elecciones dentro de dos años, con lo cual ha aplazado la cojera -como dicen los americanos- que inevitablemente acaba contrayendo todo cargo público sin posibilidad de reelección. El grado de éxito de estas últimas decisiones proyectadas a un año o dos es todavía dudoso. Como queda dicho, tampoco debería esperarse mucho de este reajuste con respecto a los grandes temas -pongamos por caso el conflicto vasco. Pero en la batallita a cortísimo plazo, bien parece que -como decía Clausewitz- 'las consecuencias que trae la sorpresa son la confusión y el desaliento en las filas enemigas'.

Josep M. Colomer es profesor de investigación en ciencia política en el CSIC y en la Universitat Pompeu Fabra.

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