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Crónica:NACIONAL
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un ministerio sin recursos

José María Ridao

Apagados los últimos ecos de la presidencia de la Unión Europea, la nueva responsable de la política exterior española, Ana de Palacio, se verá por fuerza confrontada a uno de los espectáculos más inquietantes y, a la vez, más silenciados desde los años finales del Gobierno socialista y a lo largo de las dos legislaturas de José María Aznar: el preocupante deterioro de la diplomacia de nuestro país. En abierto contraste con las proclamas acerca de los avances de España en el mundo, las deficiencias de concepción y de diseño que empezaron a detectarse en nuestra política exterior hace una década siguen sin resolverse, al tiempo que surgen nuevos problemas derivados de la manera en la que el Gobierno del PP entiende las relaciones internacionales, marcada por un rancio y acusado reflejo nacionalista.

La diplomacia española ha terminado por convertirse en una maquinaria burocrática, alimentada por profesionales que han perdido la confianza en su trabajo

Para empezar, la diplomacia que encontrará Ana de Palacio padece un grave y creciente desequilibrio entre los esfuerzos que debe dedicar a la construcción de la política exterior común europea -sin duda una tarea inexcusable para cualquier Estado miembro- y los que, en contrapartida, está en condiciones de consagrar a nuestras propias relaciones bilaterales con terceros países. Basta hacer un rápido repaso de los principales expedientes que la diplomacia española está obligada a gestionar en el plano estrictamente bilateral -Cuba, Marruecos, Guinea Ecuatorial- para constatar la multiplicación y el enquistamiento de los contenciosos. Incluso las negociaciones sobre Gibraltar -un asunto siempre presente en las relaciones con el Reino Unido, pero, a la vez, rigurosamente encapsulado para evitar tensiones innecesarias con un socio comunitario y aliado atlántico- han experimentado unos vaivenes durante las últimas semanas que demuestran lo mismo que los enfrentamientos con Castro, el cruce de desaires con Mohamed VI o la inanidad de la condescendencia hacia Obiang Nguema: las dificultades a las que se enfrenta la diplomacia española a la hora de gestionar en solitario, fuera del ámbito de la política exterior y de seguridad común europea, los propios intereses.

Prioridades desdibujadas

Pero, en segundo lugar, la diplomacia que encontrará Ana de Palacio no es aquella que, hasta finales de los noventa, se articulaba en torno a la selección de unas prioridades geográficas -Europa, América Latina y Mediterráneo- y a la aplicación en ellas de unos instrumentos clásicos en cualquier política exterior, desde los contactos de alto nivel hasta la cooperación al desarrollo, pasando por las relaciones culturales o los créditos de fomento a la exportación. Hoy, esas prioridades están desdibujadas, y los instrumentos, deteriorados y faltos de coordinación. En Europa, nuestra diplomacia se limita a reivindicar derechos adquiridos, al tiempo que en América Latina deja que languidezcan las cumbres iberoamericanas, bien porque las agendas carecen de cualquier contenido que no sea meramente retórico, bien porque, cuando lo tienen, se pretende teñirlo de un carácter hispanoespañol, forzando, por ejemplo, desubicadas condenas del terrorismo etarra. Por lo que se refiere al Mediterráneo, resulta cuando menos llamativo que el mismo Gobierno bajo cuyo mandato se estancó el proceso de Barcelona sea ahora el que proponga nuevas conferencias de paz en Madrid como vía de solución para el conflicto entre palestinos e israelíes. Y es que, en efecto, lejos de reflexionar en términos de prioridades geográficas e instrumentos, la política exterior alentada por el Gobierno del Partido Popular se ha guiado por una simple y única consigna: en palabras del propio Aznar, vender la 'marca España'.

Por último, la diplomacia que encontrará Ana de Palacio, el ministerio que deberá regir durante los dos próximos años, es un departamento cuya falta de presupuesto y de recursos ha llevado a lo que, en expresión de los propios profesionales, no consiste en otra cosa que en la gestión de la miseria. Atrás quedaron los tiempos en los que se hablaba de la necesidad de ampliar el despliegue internacional de España, aumentando el número de embajadas y consulados para reforzar la defensa de nuestros intereses en áreas en las que hasta entonces no los teníamos. Atrás quedaron también los tiempos en los que se solicitaba el incremento del número de diplomáticos ante la evidencia de que nuestras legaciones no estaban adecuadamente atendidas, como tampoco los servicios centrales del ministerio. En lugar de ello, y a resultas de tantas carencias ignoradas durante un tiempo ya demasiado largo, la diplomacia española ha terminado por convertirse en una maquinaria burocrática, alimentada por profesionales que en términos generales han perdido la confianza en su trabajo y que se preguntan, solos y hastiados en la lejanía de ciudades tropicales o recubiertas por la nieve, qué sentido tiene su sacrificio personal y su tarea.

Ésa, y no otra, es la diplomacia que encontrará Ana Palacio.

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