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Columna
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La metamorfosis

Un encierro en la catedral de Sevilla: así quieren los sindicatos continuar su presión contra la reforma del desempleo por decreto ley. La gran huelga de junio tocó al Gobierno nacional, ahora es evidente, incluso le produjo una mutación. La metamorfosis más terrorífica de la literatura fantástica no es la del hombre kafkiano que se hizo cucaracha en una sola noche, la más espeluznante es El caso del difunto señor Elvesham, del inglés H. G. Wells, inventor del Hombre Invisible: un joven estudiante de medicina despierta, oye su voz y no la reconoce, vieja y cascada de pronto, se lleva los dedos a la boca, y los dientes no están, sólo encuentra encías encogidas en lugar de dientes. Transformación increíble: el joven se ha convertido en viejo en el curso de una sola noche.

Parecía gastado el Gobierno de Aznar, monstruosamente envejecido, y ha cambiado, no para ablandarse, sino para endurecerse. Han caído dos personajes poco seguros, el ministro de Trabajo y el portavoz, el triste Cabanillas, pésimo propagandista, rutinariamente inverosímil, como si diera por supuesto que el Gobierno debe ser inverosímil en los asuntos esenciales del Estado. Empezaba a oler a rancio el Gobierno de Aznar, a pasado, y se renueva, y los sindicatos reaccionan aquí con medidas del pleistoceno: aquellos encierros en conventos e iglesias de los últimos años sesenta y los primeros setenta, la célebre capuchinada catalana, los encierros obreros en la iglesia de San Ildefonso en Granada, donde se forjaban Comisiones Obreras y surgían extensas redes de apoyo en el exterior: la gente colaboraba por pura humanidad con dinero, lentejas o mantas.

Tenían sentido aquellas heroicidades: los encerrados carecían absolutamente de derechos y buscaban asilo cerca del altar, frente al trono. En la iglesia no entraba la policía o entraba con más dificultad. Los antifranquistas aprovechaban los restos del mundo antiguo, la clásica división entre el papa y el emperador, el cielo y la tierra: la iglesia era un lugar más allá del poder humano. Los inmigrantes que ahora buscan asilo en el claustro universitario tampoco tienen derechos, o tienen menos derechos: no son ciudadanos, tienen sus motivos para cobijarse en recintos inviolables. Pero los sindicatos son una rama del Estado democrático. ¿Qué pintan bajo la casulla del arzobispo de Sevilla? ¿Echan de menos la Edad Media?

Es un síntoma feo: se ha enrarecido la política, se duda de que sea democrática, es decir, libre e igual (sólo se es libre entre iguales, normalmente). La política parece un asunto de soberbia y descontrol: descontrol controlado en beneficio propio. En Estados Unidos (los americanos son nuestro espejo) el escándalo de las falsas contabilidades de las empresas gigantes ha fortalecido la sospecha de que la realidad es el fabuloso teatro de la mentira perpetua: quizá las elecciones cada cuatro años sólo constituyan una de sus más espectaculares pantomimas. Si los derechos democráticos son casi un cuento, volveremos a las iglesias, a una película de ambiente medieval o franquista, al amparo del arzobispo y el altar de la catedral. ¿Son visiones de Kafka o de H. G. Wells? Menuda pesadilla.

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