El patrón cede un rato el amarillo
El joven suizo Rubens Bertogliati alcanza temporalmente el liderato tras una etapa durísima
Después del prólogo se produjo en la sala de prensa una furiosa consulta de las enciclopedias para saber cuántos corredores en la historia habían vestido de amarillo todo el Tour. La respuesta habló de prehistoria, del italiano trágico Bottecchia, del luxemburgués Frantz (1928) y del belga Maes (1935). No hablaba del panteón moderno, ni siquiera de Merckx, el caníbal que lo quería todo. No era, pues, en teoría, mal desafío para Armstrong: algo que nadie en la historia moderna del ciclismo ha conseguido. Pero no, Armstrong quiere ganar el Tour. Y el Tour no se puede ganar ganando todos los días. Habló lógico: no defenderé el maillot amarillo, dijo, no voy a masacrar a mi equipo. Que lo hagan otros. Armstrong abdicó del liderato, que recayó en el inesperado Bertogliati, brillante ganador de una etapa que pareció una clásica, pero no por ello dejó de demostrar quién es el patrón del Tour, ya sea vestido de amarillo Crédit Lyonnais o de azul US Postal.
A machacar el equipo se dedicó Laurent Jalabert y también, un poco, Manolo Saiz, castigado por la mala suerte en el momento clave de la etapa. A ganar el Tour se dedicó, inteligente, atento y fuerte, Armstrong. Como un rey con su piel, así de a gusto, y relajado, está Armstrong con el Tour.
Todo lo importante del día, excepto el final, por supuesto, ocurrió en sólo tres kilómetros, el previo a la temida cota de Wormeldange, el propiamente dicho kilómetro de la cota -una imponente y estrecha cuesta del 18%- y el kilómetro posterior. En el previo, las tropas rosas de Saiz relevaron de la cabeza a los machacados hombres de Jalabert, quien, líder virtual por las bonificaciones, ordenó controlar una escapada lejana para evitar sorpresas desagradables. Los del ONCE-Eroski, Álvaro Galdeano, Olano de gregario, Nozal y Jacksche, prepararon lanzados el acceso a la cota, la curva a la derecha, el comienzo del ascenso. Hacían lo que tenían que hacer, estaban donde debían, aunque quizás más tensos de lo necesario. También tuvieron mala suerte. Bochinche de motos de fotógrafos y comisarios, de coches calados, gran tapón a los 200 metros. El ONCE-Eroski se descompone. En un abrir y cerrar de ojos los que mandan del enfilado ya no son los rosas, por ahí pie a tierra, sino los hábiles azules de Armstrong, gente fogueada en las clásicas, Hincapie y así, hábil y bien colocada.
Entonces, de repente, como un misil surge un belga habituado a estos terrenos de las cotas llamado Rik Verbrugghe, que quiere dejar su firma en el lugar. Pero no sólo él, otro corredor de parecido perfil, el holandés Boogerd, también quiere hacer de misil. Y allí, en el lugar necesario, fácil, ligero, impresionante, Armstrong se va con ellos. Coge su rueda como si tal cosa y arrastra a Botero (fuerza de la naturaleza, oh, qué hombre) y a media docena más de corredores atentos y fuertes. Ninguno del ONCE-Eroski, el equipo desafiante. El tercer kilómetro fue el de la constatación. Se formó un grupo de 12 delante. Armstrong anduvo entre ellos. Los miró fijo con su mirada de hielo, agua clara. Todos asintieron. El patrón es él. De común acuerdo levantaron todos el pie. Poco después, jadeante, llegó el tren rosa.
El resto de la etapa, los últimos 40 kilómetros, lo dedicaron los corredores a prepararse para la llegada. Unos sufrieron averías (como Igor Galdeano, lo que le valió otro plus de jadeo para sus compañeros, que para eso están), otros se cayeron repetidamente (como la esperanza francesa Moreau), otros siguieron masacrando a los suyos (el otro francés, Jalabert) y casi todos los demás, incluida la troupe magenta, la colorida armada de Zabel, mostraron sus límites.
Se quedaron sin aire en el último kilómetro y dejaron paso a la soberbia exhibición de Rubens Bertogliati, suizo de 23 años, que aprovechó un parón en busca de oxígeno de los Telekom para surgir fuerte bajo el triángulo rojo del último kilómetro. Gestualmente exagerado (al estilo de su manager, el gran Saronni), Bertogliati, al que llaman, por su nombre, el pequeño Barrichello, aunque a él, ricos mofletes, tendencia a engordar, no le gusta la fórmula 1 y prefiere pasear a pie por el campo, sacó de rueda a todo el pelotón. Ganó los metros suficientes para permitirse entrar a cámara lenta, exagerando el gesto, hermoso, sin necesidad de volverse a mirar atrás para contemplar el inútil esfuerzo de los lanzados y desesperados sprinters.
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