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Reportaje:TOUR 2002

Armstrong nunca será Indurain

El ciclista estadounidense busca su cuarto título y acercarse a la marca del español, pero con un estilo completamente diferente

Carlos Arribas

Lance Armstrong va camino de la marca de Miguel Indurain, pero ni se le parece. Indurain estuvo un día muy cerca de sentir pánico. Giro del 93. Indurain de rosa. Subida al santuario de Oropa. Penúltima etapa. Última llegada en alto. Argentin prepara el terreno y Ugrumov ataca. Ataque de escalador. Indurain comete un pequeño error: intenta seguirlo. Explota. Inmediatamente entra en funcionamiento el piloto automático. Marcha regular. A su ritmo. Pero no puede. Un segundo problema le aflige. La alergia. Siente que se ahoga. Por lo menos puede seguir con la vista a Ugrumov. Calcular la distancia que pierde. Su colchón no es malo: aventaja al letón en 1.34m. Y mañana se llega a Milán. Súbitamente, a la vuelta de una de las curvas, Ugrumov desaparece. No está a la vista. Una punzada de pánico aparece en la mirada de Indurain. Pero no está solo. Detrás, bloqueado por un comisario, José Miguel Echávarri padece al volante del Mercedes del Banesto. Ve a Indurain y, aunque no vea a Ugrumov, sabe por radio Giro que la ventaja nunca supera el medio minuto, que el Giro no corre peligro. A menos que Indurain pierda los papeles. Y está a punto. Rozando la expulsión de la carrera, Echávarri sortea el bloqueo, se hace el sordo ante los silbidos del comisario que le manda parar y llega a la altura de Indurain. 'Tranquilo', le dice. 'Ugrumov no está lejos. No está ni a medio minuto. No se te puede escapar. El Giro no corre peligro'. A Indurain le cambia la cara. Es otro hombre. Recupera sus proverbiales tranquilidad y frialdad de los momentos difíciles. En la cima pierde sólo 36s. Gana el Giro por 58s.

Armstrong es su jefe, elige su calendario, ficha corredores, los despide y les fija los salarios
Indurain fue un diamante en bruto que se dejó pulir por su director, José Miguel Echávarri
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Armstrong vio un día partir a Pantani. Tour 2000. Penúltima etapa de montaña. Llegada a Courchevel, un puerto largo y tendido. Armstrong, de maillot jaune. El Tour no corre peligro, en teoría, porque el Pirata está a 10 minutos en la general. Pero Armstrong quiere estar seguro. No es buena cosa que se vaya Pantani, escalador explosivo y genial. ¿Qué hacer? Con la rutina de un burócrata, el americano habla por el interfono y manda subir a su altura a Johan Bruyneel, su director. 'Johan, telefonea a Ferrari', le ordena. 'Pregúntale qué velocidad aeróbica máxima puede mantener Pantani. Y por cuánto tiempo'. Cuando el médico italiano, un genio en matemáticas, según Armstrong, le da la respuesta, el americano, otro genio científico, la procesa y actúa en consecuencia. Pone en marcha su piloto automático a un ritmo lo suficientemente fuerte para no perder a Pantani y, a la vez, condenar a Ullrich, que sufre detrás, pero no tan fuerte como para hacer sufrir a sus piernas en exceso. Pantani gana. Armstrong llega a 50s. Ullrich pierde 2.31m. El segundo Tour no se le escapa a Armstrong.

Indurain fue un diamante en bruto que se dejó pulir por el equipo dirigido por Echávarri y sólo al final de su carrera fue consciente de su valor. Las decisiones las tomaban los demás. Armstrong es un corredor que disputa una contrarreloj a su destino y ha construido a su alrededor una empresa para ayudarle. Armstrong es el jefe. Cada época tiene un campeón, y cada campeón, un estilo. Indurain y su gente crearon su propio estilo. Armstrong es heredero directo de Merckx y Anquetil.

'Bruyneel es muy bueno porque se sabe todos los datos, me informa muy bien. Pero las decisiones las tomo yo', suele decir el americano. Y con razón: no sólo es el líder del equipo, también es accionista mayoritario de la empresa que recibe el patrocinio de la compañía de correos de EE UU. Es trabajador y empresario. Ejecutivo que decide: él ficha a los corredores y los despide, decide la alineación del Tour y escoge su calendario. Fija los salarios. Tiene un entrenador privado, Chris Carmichael, y un osteópata y un cocinero. A Indurain le consultaban los fichajes y él nunca se oponía. Pero decidía Echávarri.

Armstrong tiene un podólogo llamado Russell Bollig que en primavera le visita, saca un molde en resina de sus pies y se marcha a su taller de Boulder (Colorado) con unos pares de zapatillas de montar de Armstrong. De la resina saca un molde en escayola y sobre ella trabaja las plantillas, que deben adaptarse como un guante a las cavidades e intersticios de sus pies para que nada se mueva y todo esté en su lugar.

A Indurain no le gustaba estrenar zapatillas. Nunca estrenaba un par en una carrera importante. Sólo le importaba que estuvieran usadas, que el cuero se modelara con su sudor y su calor, que su pie se sintiera cómodo.

Armstrong tiene un amigo que se llama John Cobb, que es un genio de la mecánica, un inventor, un especialista en aerodinámica. Todos los inviernos Armstrong se pasa por su túnel del viento y prueba posturas y materiales nuevos, acoples de triatlón para las contrarreloj, llantas aerodinámicas, horquillas, potencias y tijas. Posturas. Rota la pelvis y su espalda se aplana. Posición ideal para contrarreloj, pero incómoda. No hay problema: Armstrong se machaca ascendiendo duros puertos con la bicicleta de contrarreloj. Siempre sentado. Sin levantar el culo del sillín. Armstrong es un obseso.

A Indurain se le acercó Echávarri en 1984 la víspera de la contrarreloj del Tour del Porvenir. '¿Qué es eso que llevas ahí?', le preguntó. 'Una cabra'. '¿Y eso?'. Las cabras, las bicicletas deslizantes, con la rueda delantera más pequeña y manillar en cuerno de vaca, eran el furor del momento. 'Úsala mañana en la contrarreloj', le dijo Echávarri. 'Mejor que no'. Indurain, 20 años recién cumplidos, corrió y ganó (20s a Jean-François Bernard) con una bicicleta tradicional. Echávarri lo llevó un día al túnel de viento de Pinarello y se decidió que su postura no era nada aerodinámica, que tenía que bajar más el pecho y cerrar más los brazos. Tarea imposible: el pecho no le cabía, no podía bajarlo más sin darse con las rodillas, y así no podía respirar. No cambió nunca de postura. Nunca fue aerodinámico. Ganó todas las contrarreloj que se propuso y batió el récord de la hora. Echávarri lo llevó a ver a Conconi, el médico del momento, que le dijo que con ese culo no podía llegar muy lejos, que tenía que adelgazar si quería subir algún puerto. Nunca pudo bajar de 80 kilos, pero en la montaña del Tour nunca hubo nadie que le superara.

Armstrong le robó el año pasado el mecánico a Ullrich. Hace un par de meses le llevó a su habitación con la bici de contrarreloj. Había cambiado de marca de pedales y los nuevos eran siete milímetros más bajos. Necesitaba bajar siete milímetros el sillín, pero la tija no da más de sí. El mecánico le lima el cuadro lo justo. Ni medio milímetro más. Armstrong está cómodo.

A Indurain también le gustaba cuidar esos detalles, agarrar plomada y escuadra y medir la posición del sillín y la altura del manillar, pero a Indurain hubo que convencerle a la fuerza, obligarle prácticamente, a dejar de usar pedales con calapiés. Fue, con Kelly, el último en cambiar a los pedales automáticos. Lo hizo por una cuestión práctica: en caso de avería no podría haber intercambiado la bicicleta con ningún compañero.

Una cosa les une. Indurain ganó su primer Tour a los 27 años, y siguió ganándolos ininterrumpidamente hasta los 31. Cuando termine el Tour que empieza hoy en Luxemburgo, Armstrong tendrá 30 años. Si lo gana, podrá plantearse ganar el quinto a los 31.

Armstrong, en su reconocimiento médico antes de la carrera.
Armstrong, en su reconocimiento médico antes de la carrera.REUTERS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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