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Declinar del principio de excelencia

A principios del siglo XX se inició en Europa una tendencia a explicar lo superior por lo inferior. Así, los altos ideales del espíritu se explicaban como una sublimación de los bajos instintos (psicoanálisis); los modelos de la organización socio-política no eran sino expresión superestructural de una infraestructura económica (marxismo); los derechos de la vida frente a la razón (vitalismo) culminaron en una justificación de la 'acción directa' y de los estados de fuerza (totalitarismos). El proceso se presentaba como una saludable 'desmitificación' de la cultura y de los hombres que la representaban en función de un humanitarismo nivelador e igualitario que redundaba en beneficio solidario de la humanidad compartida.

El hecho es que se abrió la compuerta a un camino de degradación que culmina en un creciente declinar del principio de excelencia de consecuencias pavorosas, como trataré de mostrar aquí. El proceso encontró una fácil vía de acceso y desarrollo en una mala comprensión del sistema democrático. Hoy nadie discute que la democracia es el sistema legítimo de gobierno a la altura de nuestro tiempo. Afortunadamente, eso parece una opinión universalmente consensuada y tan aceptada que se pretende extrapolar a actividades ajenas al área política. En el mundo científico es evidente que una ley física no puede establecerse como resultado de la votación mayoritaria de los ciudadanos, sino como consecuencia de criterios contrastados de experimentación establecidos en un contexto de neutralidad axiológica. En el ámbito de la religión, que implica una adhesión cordial e irracional del individuo, tampoco puede establecerse una determinada verdad religiosa sobre la base de la mayoría de creyentes en tal o cual iglesia o credo. Algo parecido ocurre en el mundo artístico o en el de la cultura; aunque en ellos sí se dan evidentemente criterios axiológicos, el valor de una obra de arte no se establece por votación mayoritaria de los espectadores, sino como consecuencia de una depuración en el tiempo por la conciencia crítica de la humanidad. He aquí tres universos -ciencia, religión, cultura- que no pueden estar al albur del criterio democrático regido en exclusividad por la ley de las mayorías y minorías. Ni una ley física ni el valor de una obra de arte puede establecerse por votación mayoritaria, por muy masiva que esa votación sea.

Y, sin embargo, las avanzadas técnicas del marketing así hacen que ocurra en numerosas ocasiones. Se acepta como valor sumo lo que ha sido debidamente publicitado, promocionado, distribuido y, al fin, vendido. Una mayoría de compradores, pagando un alto precio por algo, acaba dotándole de un valor que en sí mismo no tiene. Éste es el criterio del mercado, que acaba confundiendo precio y valor.

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La derrota del comunismo en el país que lo encarnaba por excelencia ha acabado colocando al mercado como protagonista de nuestra vida social y política, impregnando al resto de las actividades humanas. Todo se compra y todo se vende. Hemos perdido conciencia de valores imponderables, que dan sentido a nuestra vida, y están más allá de toda rentabilidad. Se confunde precio y valor, con el consiguiente declinar del principio de excelencia.

La vinculación entre democracia y economía ha hecho bajar los niveles de exigencia. Se trata de llegar a la mayor cantidad de gente posible, lo que implica una descendencia en la calidad. Una mayor audiencia en TV, por ejemplo, supone rebajar el nivel y empobrecer la oferta. Esa misma dinámica se ha impuesto en el resto de las esferas sociales, incluyendo la educación: tenemos una enseñanza obligatoria hasta los dieciséis años, pero el hecho concreto es que los estudiantes llegan cada vez peor preparados a la Universidad. El bajón generalizado de la cultura es constatable: el vocabulario de los jóvenes es cada vez más pobre, el trato a los profesores se ha hecho insolente, los modos de cortesía rayan en la grosería, el nivel de autoexigencia roza el mínimo, se busca lo fácil, lo cómodo, lo que no requiere esfuerzo...

Ese imperio del mercado ha acabado con el 'Estado de bienestar' como máxima realización de la socialdemocracia. Ésta había conseguido corregir los excesos del mercado, mediante una redistribución de bienes y servicios, a favor de las clases menos favorecidas, pero el aumento de la longevidad por un lado, y la disminución de la natalidad, por otro, han desequilibrado el sistema: el exceso de gasto que produce el aumento de las clases pasivas no puede sufragarse con una disminución creciente de la población activa.

Esta descripción de la crisis del 'Estado de bienestar' se hace más sombría cuando comprobamos que lo que ha entrado en bancarrota es el sistema de civilización que habíamos heredado. Fuimos educados en un mundo donde el trabajo como contrapartida del capital, ocupaba un lugar neurálgico dentro del sistema, y hoy nos encontramos con que el trabajo industrial lo realizan las máquinas con la ayuda de muy pocos trabajadores, que se limitan a apretar botones y hacer conexiones. Antes se hablaba de la 'explotación del hombre por el hombre'; hoy nos encontramos con masas de excluidos que ocupan los márgenes del sistema. Nos encaminamos a una 'cultura del ocio', pero los trabajadores todavía hablan del 'derecho de huelga' sin darse cuenta de que los empresarios no les necesitan. Antes se hablaba de la 'lucha de clases' -y todavía lo hacen algunos- sin que nos hayamos dado cuenta de que el 'proletariado' ha desaparecido -al menos, en el sentido clásico de la expresión-. Estamos necesitando con urgencia un nuevo vocabulario y otras categorías para el análisis de la realidad.

Vuelvo a insistir en lo que he dicho otras veces. Estamos en una 'mutación histórica' de consecuencias incalculables. En esta situación necesitamos pensadores y expertos de primer orden, talentos nuevos e inéditos que hagan frente a la gravedad de la crisis. Superar el estado de 'mercadería' en que nos encontramos; volver a construir e implantar valores, reivindicando el principio de excelencia, que desde hace tanto tiempo dejó de tener vigencia entre nosotros.

José Luis Abellán es presidente del Ateneo de Madrid.

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