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La democracia en crisis

Una preocupación muy de nuestro tiempo es la crisis de los sistemas democráticos: de la democracia misma. 'Como las cosas humanas no son eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su fin...', escribió melancólicamente Cervantes.

A decir verdad, la democracia es todavía un suspiro en la historia occidental; y aunque hemos glorificado justamente la Atenas de Pericles, de Clístenes, de Solón, ya entonces la flamante criatura democrática tuvo tantos achaques como fortaleza. El más talentoso de sus enemigos fue Platón, pero Aristófanes, Isócrates y Jenofonte, entre otros, tampoco fueron malos tiradores. Este último fue partidario del 'gran hombre', en reacción al poder de la asamblea (el ciudadano medio) sobre los magistrados. Si te encumbras, te estrellamos. Esto, más una dosis inevitable de corrupción, más la incapacidad de la ciudad-estado para trascender su municipalismo, acabó con la democracia ateniense. Cabría añadir que la igualdad política (denegada a los metecos) nunca tuvo su equivalente en la igualdad social. Con todo, Aristóteles murió aferrado a su gran amor, la ciudad-estado, cuando ya su discípulo Alejandro andaba por el mundo, helenizándolo.

¿Existe un paralelismo entre la crisis democrática de la antigua Atenas con la de nuestros días? Sin duda, aunque si tensamos el hilo de las comparaciones nos perderemos por los cerros de Úbeda. Los griegos se tomaron demasiado literalmente el principio de que la democracia es el gobierno del pueblo. Se comprometieron tanto que se entrometieron. Decisiones tales como el estímulo del puerto y de la flota comercial, o por el contrario, la concentración de las energías en el agro, requerían una educación mejor que la recibida por el ciudadano medio. También hoy, en el subsuelo de la crisis de la democracia encontramos la misma cuestión: ¿qué papel se le asigna al ciudadano en la res pública? La creciente complejidad de los problemas y la desmesurada función concedida al mercado, oscurecen todavía más el punto de partida. Baste pensar en la relación parlamento-ciudadanía. Apenas si existe. Muchos valencianos no saben siquiera dónde están las Cortes autonómicas. Para enterarse menos que medianamente de los debates hay que recurrir a los medios de comunicación, lo que debería requerir un conocimiento previo de cuáles de ellos le hacen la cama al poder. Los informativos más vistos son los de TV-1, o sea, los gubernamentales. Luego están los afines. Y tantos televidentes que ni siquiera se enteran de esto.

A eso le llamamos democracia, por pura inercia; pero dadme la televisión y conquistaré el mundo. Los medios -no descubro la pólvora- no sólo ejercen una acción directa sobre el ciudadano, sino, lo que es más eficaz, indirecta. Publicidad y programación imprimen un mensaje subliminal: otras partes del mundo son una sangrienta olla de grillos enloquecidos, demos gracias a Dios (y al gobierno) por el oasis español. Para que cale el mensaje hay que crear una mayoría de convencidos y de no lejos de estarlo. En la base, el problema de la educación, con el que ya se toparon los griegos. Ellos decidieron que en la vida privada el individuo era libre de cultivar las aficiones que le vinieran en gana, sin sentirse atado a ninguna organización intermedia; pero en la vida pública, la fidelidad a la ciudad-estado y a sus leyes era incuestionable. (Si las leyes eran producto de la naturaleza o de la coyuntura, he ahí un cantar para intelectuales. Protágoras cuadró el círculo: 'Cualesquiera que sean las cosas que se muestran a cada Ciudad como justas y buenas, continúan siendo para la Ciudad justas y buenas durante el tiempo que ésta conserve tal opinión'). Hoy hemos resuelto el problema haciendo de la educación un simulacro. Incluso quieren ahora meter al cielo en el asunto; un cielo políticamente correcto, en vista del ideario de sus representantes en este valle de lágrimas y de escaramuzas eróticas y financieras. Así es como la democracia, llevada al paroxismo de lo formal, ha conseguido lo que se proponía: que el ciudadano le vuelva la espalda. No hablo de Fulano ni de Zutano, sino del rodar cuesta abajo de la bola de nieve. El individuo no se siente representado pero su malestar más o menos difuso, sólo adquiere virulencia cuando un demagogo lo diagnostica bien y, sobre todo, mal; quiero decir cuando apunta a males que, siendo ciertos, no dejan de ser manipulables. Entonces el ciudadano, sedado, pensando que es libre sin serlo pero consciente todavía de su derecho al voto, exige una solución inmediata a unos problemas cuya gestación y desarrollo vienen de muy atrás y ha sido posible con su colaboración amuermada. Eso en Europa. En América latina, estadísticamente, son más quienes se muestran indiferentes o rechazan la democracia que quienes la aceptan. Entre nosotros es otra cosa. El ciudadano de a pie, no cree que los Botín tengan más poder que los Aznar. La huelga general se le hizo al Gobierno, no al poder económico. Lo mismo que en Francia.

En la democracia ateniense no cabía el pan y circo, en parte por convicción, en parte porque eran cuatro gatos y así todo se sabe: la manipulación se hace difícil. Los Juegos Olímpicos eran una prolongación de la política. Con todo, armadores y propietarios rurales tuvieron sus respectivos lobbies. Tortas y pan pintado en comparación con nuestros días. En unas décadas, la democracia en el mundo habrá sucumbido víctima de su propia complejidad: será una muerte natural, sin convulsiones y sin fecha historiable. Hay que decir esto sin pesimismos negativos y sin optimismos ingenuos. Hay que inventar e intentar soluciones aún a sabiendas de que el destino está sellado; pues hemos de estar conscientes de que vivimos un periodo de transición apresurada y de que, según obremos, el resultado final de tal transición puede ser considerablemente distinto. De modo que nuestra obligación es defender denodadamente la democracia y, en la medida de lo posible, remozarla. No le salvaremos la vida, pero se puede conseguir que la complejidad y el gigantismo del sistema no desemboquen en el mundo feliz de Aldous Huxley. Rijan valores que a nosotros nos pondrían los pelos de punta, pero que nuestros descendientes acepten con más alegría y mayor perspicacia con que hoy son aceptados los vigentes. Muy en el fondo, hasta los instintos son modas.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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