Sin plumas
Había más participantes en la lúdica y desinhibida manifestación festiva de los gays que en la reivindicativa y formal convocatoria del 20-J. La comparación corría a cargo del diario La Razón, que en su perentoria búsqueda de portadas impactantes suele ofrecer a sus lectores inventivos titulares e ingeniosos retruécanos para alegrarles el día. Las primeras de ese diario animan el monótono panorama de los quioscos, introducen algo de variación en la previsible concordancia de los restantes periódicos que casi siempre suelen incidir en las mismas noticias. La Razón ha sustituido en este papel de bufón mediático al ABC. Eran y son cosas de Anson, desacentuado en la o para devolver a su apellido la suave fonética británica de sus orígenes y desprenderle del ibérico y rotundo acentazo en el ón, propiciador de burdos pareados. A los pocos días de haber salido a la calle el nuevo diario madrileño, escuché en el quiosco de la plaza el siguiente diálogo entre un quiosquero castizo y socarrón y un cliente anónimo: ¿Me da usted La Razón?... Sí, como a los locos.
Las presuntas locuras de Luis María Anson ya hicieron del ABC un periódico un tanto esquizofrénico. En los años de la movida madrileña, por ejemplo, el lector del diario podía encontrar en las páginas serias un firme y acusatorio alegato contra el tráfico de drogas y en las páginas frívolas el artículo de un rockero de éxito que comentaba las excelencias de su camello particular y de los productos que ofrecía. Se supone -me explicaba entonces un colaborador del diario- que los lectores de toda la vida nunca leen las páginas de los modernos y que los lectores jóvenes sólo compran el periódico para leer lo suyo. Las contradicciones siempre se prodigaron generosamente en la Casa de ABC, edificio tan singular como algunos de sus más eximios moradores, hoy desamortizado y convertido en centro comercial de lujo. La severidad de sus editoriales, el conservadurismo de sus colaboradores de nómina y el tufillo clerical y moralizante del periódico en general se contrarrestaba, por ejemplo en los años sesenta, con la aparición en las páginas de huecograbado de fotos picantes, señoritas ligeras de ropa que, pese a las peregrinas justificaciones de los pies de foto, sólo estaban allí por sus evidentes atributos físicos.
Los orgullosos gays de la manifestación madrileña han sido utilizados por La Razón para humillar a los manifestantes antidecretazo, cuando resulta algo más que probable que muchos de ellos, y no me refiero a los políticos, asistieran a las dos convocatorias. Las apariencias engañan y en el desfile del Orgullo Gay todo eran apariencias. El exhibicionismo desatado y la barroca parafernalia de la carnavalesca marcha son árboles, en este caso recargados abetos de navidad, que no dejan ver el tenebroso bosque de la marginación, el desprecio y la discriminación en el que permanecen muchos homosexuales que no viven en Chueca pero sí en España.
Hay ciudadanos a los que resulta difícil asimilar que el efebo de tanga y purpurina y la drag-queen de plataforma y pelucón, el gladiador en cueros o el transexual globalizado en silicona que se exhiben en el desfile callejero puedan tener problemas laborales, padecer contratos basura, sufrir acoso en el trabajo o dificultades para cobrar el subsidio de desempleo. Los observadores casuales piensan que toda esta gente debe vivir del espectáculo, si no de la prostitución, y no conciben la cotidiana odisea de quitarse la lentejuela y la pestaña para vestir el mono, el uniforme o la corbata y dejarse en casa a su otro yo encerrado en el armario. En el caso de la televisión, podría pensarse que la discriminación del gay es positiva, pero es una ilusión tan vana como peligrosa, porque los gays de la televisión suelen ocupar plaza de gays, comentaristas de nimiedades, intercambiadores de chismes, narradores de chistes procaces y profesionales del exhibicionismo. Un viejo y tristísimo papel, el mismo que tradicionalmente les ofreció en su reparto la sociedad hipócrita y machista, hoy disfrazada de condescendiente tolerancia. La fiesta gay fue un éxito, el público ama el espectáculo y aún más si es gratuito; sólo queda ver qué ocurre el día que se manifiesten de paisano, sin músicas y sin plumas, para reivindicar sus derechos cortando el tráfico del centro en día laborable.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.