Síndrome Zelig
Decía en estas páginas mi psiquiatra de cabecera Sergi Pàmies que hay aficionados al fútbol con varias patrias. Yo sufro esa patología. Mi síndrome Zelig arranca de pequeño, cuando mis padres tuvieron la ocurrencia de mandarme al colegio italiano. Esa lengua, perdida por completo en el ambiente familiar -en el que imperaban el catalán y el castellano-, había de transformarse en mi primera lengua intelectual: conozco su gramática mejor que ninguna otra, con ella construí un modesto bagaje adolescente para la escritura, con sus armas combatí en la temible maturità, el examen de estado para acceder a la universidad. Más tarde pasé dos cursos en la facultad de letras de Bolonia...
De todo eso algún mal debía derivarse. Mi síndrome Zelig se manifiesta con especial virulencia en el terreno futbolístico. Desde jovencito, así que oigo los primeros acordes del Inno di Mameli me amorro al televisor para ver a la Nazionale y sin que pueda remediarlo sufro una horrible metamorfosis facial: se me pone cara de tifoso. Mi paroxismo tuvo su momento estelar, por supuesto, en el Mundial de 1982, en el cual, con la ayuda de Naranjito, que hasta llegó a parecernos producto del mejor diseño italiano, tuvimos el placer de enviar a casa nada menos que a Brasil y Argentina en el difunto campo de Sarrià y luego a Alemania en el Bernabéu mientras nuestro gran Sandro Pertini pegaba botes en el palco.
Una sola vez en mi vida me he visto sorprendentemente libre del síndrome Zelig. Fue por el Mundial de 1994, durante el partido que dejó a España fuera de la competición. Lo vi por televisión en Tónfano, apacible localidad de baños de la costa florentina, rodeado de italianos en camiseta y calzón corto, arrogantes como nadie aunque secretamente temerosos de la buena fama que precedía a Caminero -ellos decían Jaminero, con esa manera de aspirar las ces tan curiosa que tienen por la zona-. De natural insensato y tozudo, a Zelig le dio en esa ocasión por ponerse del lado español. Y ahí me tienen: la furia roja me pegó un subidón que el del bombo quedó en simple anécdota. Recuerdo que cuando a Luis Enrique le partieron la cara algún buen amigo me aguantó para que no fuera yo a partírsela a alguien o, mucho más probable, alguien acabara por partírmela a mí. En fin.
Pero en este Mundial todo había regresado a sus cauces. Zelig me había devuelto la pasión por la Nazionale y, como si Tónfano nunca hubiera existido, yo esperaba la revancha frente a España para demostrarle una vez más qué fútbol es el mejor. No ha podido ser: esta vez la furia se convirtió en marea roja y naufragamos estrepitosamente. Ahora bien, de ahí a llamarnos mezquinos, especuladores, destructores de juego y no sé cuantas barbaridades más media un trecho que olvida las aportaciones fundamentales del calcio a la historia del fútbol. Un respeto por la tradición porque luego pasa lo que pasa como se ha ido viendo a lo largo del torneo, y en especial con la eliminación del equipo de Camacho. O sea que, a falta de enfrentamiento directo, españoles e italianos han tenido el mismo verdugo.
Ya ven qué disgustos me da Zelig. Y eso sólo por lo que se refiere al fútbol, porque en otros ámbitos también me tiene frito. En motociclismo no veo más que a Pedrosa, Fonsi Nieto, Checa, Sete Gibernau, Toni Elías y Emilio Alzamora, mientras que Poggiali y Melandri me traen sin cuidado y a Valentino le perdono las chulerías porque es un niñato de pizzería. En automovilismo, no podía ser de otro modo, soy ferrarista. Y ahí Zelig me cuela una extraña alma teutona que no sé de dónde se saca. Zelig es un hombre sin principios y, en consecuencia, con muchas patrias.
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