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Columna
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Inmigración (y II)

A la segunda entrega sobre la inmigración quisiera adelantarle esta frase de Chateaubriand que se citaba hace muy poco en las páginas de este mismo periódico: 'Sólo el infortunio puede juzgar el infortunio, los sentimientos de la prosperidad son demasiado groseros para comprender los delicados sentimientos del desamparo'. Y añadir el recordatorio de una noticia hecha pública también hace pocos días: un joven cayó en alta mar del barco en el que estaba trabajando, pero consiguió alcanzar a nado la costa. Este joven, que había luchado durante más de cinco horas contra la marea, el frío y supongo que contra el miedo y el desaliento, declaró nada más llegar que después de esa experiencia comprendía mejor 'a los de las pateras'. Es decir, que en su desamparo, pudiendo pensar en cualquiera, había pensado precisamente en los más desamparados, se había sentido uno de ellos.

Yo estoy segura de que los sentimientos de este joven serán a partir de ahora más delicados con los inmigrantes, capaces de conmoverse con su infortunio -conmoverse, moverse con ellos-, transformarse en su favor. Porque pasar por lo mismo es una de las maneras más fáciles de ponerse en el lugar del otro; y esa empatía, la vía más directa hacia el respeto, el reconocimiento y la generosidad. No hay que insistir en que de todo eso necesitan, a manos llenas, las personas que cruzan cualquier noche sobre poco más que un tablón los anchísimos estrechos que conducen a nuestra riqueza. Y esa generosidad con los inmigrantes, con los de las pateras literales o metafóricas, debería ser en este país más evidente que en cualquier otro de Europa; más rotunda desde la facilidad de la experiencia común, de la memoria de lo que hemos sido hasta hace tan poco.

Medio mundo está lleno de vascos que, en tiempos de penurias económicas o políticas, emigraron. Repleto también de gallegos -hay tantos sólo en América que esa palabra identifica, en muchos lugares, a cualquier español-. Y los listines europeos recogen multitud de apellidos peninsulares. Y en los recuerdos perduran -o deberían perdurar- las imágenes y las sensaciones de lo que suponía hasta hace nada mostrar un pasaporte español: los interrogatorios en los aeropuertos ingleses, por ejemplo, o los desprecios más o menos solapados en muchos establecimientos comerciales de ciudades europeas que hoy están hermanadas, e incluso siamesadas, a las nuestras. Y la consideración de peligrosos, de distritos sin ley, de los barrios donde se concentraban los inmigrantes latinos. A lo que hay que añadir un largo etcétera de confusiones y de prejuicios humillantes.

Todo eso lo ha olvidado el Gobierno español. Y parece mentira, e indigna y da vergüenza ajena, que haya tenido que ser Aznar el promotor, en la última cumbre de Sevilla, de la iniciativa de 'castigar' a los países generadores de inmigrantes; y que hayan tenido que ser gobiernos con mucha menos tradición migratoria quienes le hayan parado los pies. O que Mariano Rajoy se siga obstinando en identificar inmigración con delincuencia, en contra de la verdad y de la mismísima lógica estadística, siendo como es gallego. Y me voy a permitir recordarle este verso que Rosalía de Castro escribió ya en el siglo XIX: 'Este vaise y aquel vaise y todos, todos se van; Galicia sin omes quedas que te poidan traballar'.

La memoria debería empujarnos a ser generosos con los inmigrantes. A proporcionarles hoy lo que en épocas de desamparo recibimos o recogimos de otros. Y a evitarles hoy lo que entonces, en nuestra posición de inferioridad, pudo herirnos o humillarnos. La memoria debería empujarnos a identificar generosidad con simple justicia. Y a entender que ambos conceptos no significan dejar entrar a goteo, y a cacheo, sólo al número exacto de personas que nuestro sistema precisa para cubrir nuestros descartes laborales, y para blindar nuestras futuras prestaciones sociales. Que no tienen que ver con consentir la entrada de los inmigrantes que necesitamos, sino con acoger, delicadamente, a los que nos necesitan.

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