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¿La paz perpetua? No se ve en el horizonte

Hace ahora poco más de 200 años que se publicó el ensayo del gran filósofo prusiano Emanuel Kant sobre La paz perpetua. Sus ideas fueron atrevidas en 1795, pues las guerras revolucionarias francesas habían estallado sólo unos pocos años antes. No obstante, Kant afirmaba que si las naciones avanzaran hacia gobiernos más republicanos (esto es, democráticos) y establecieran una mayor interdependencia económica y derechos internacionales sólidos, verían que el conflicto militar y el derramamiento de sangre tendría cada vez menos y menos sentido.

Si Kant viviera ahora, seguro que se sentiría animado por el progreso que ha realizado la humanidad en los últimos dos siglos. Ningún país (ni Estados Unidos, ni el Reino Unido, ni la República Holandesa) era verdaderamente democrático cuando escribió su ensayo. Pero hoy, 121 de los 192 países que hay en el mundo son considerados 'democracias electorales', según el último informe anual de Freedom House, con sede en Nueva York, que observa los movimientos de la democracia y los derechos humanos en todo el mundo. (En 1991, sólo 76 países formaban parte de esa lista).

Históricamente está comprobado que las democracias no declaran la guerra a otras democracias: arreglan sus disputas mediante negociaciones y concesiones recíprocas, igual que arreglan las diferencias políticas internas a través de las urnas o de la legislación. Es lógico asumir, por tanto, que cuantas más democracias haya menos probabilidades habrá de guerra. Basta con observar las relaciones entre Estados Unidos y Rusia: la democratización de ésta vino de la mano del fin de la guerra fría, que a su vez permitió que las relaciones fueran más amistosas entre Moscú y Occidente. ¿Dónde quedaron los refugios a prueba de bomba estadounidenses y rusos?

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Es más, la interdependencia económica ha aumentado a un ritmo estupendo en los últimos decenios. Este factor también une a los países, o por lo menos les disuade de destrozar a sus socios comerciales. Europa y Estados Unidos pueden discutir por las importaciones agrícolas, los aranceles sobre el acero y otros asuntos comerciales, pero sus economías dependen tanto la una de la otra que están obligados a hacer concesiones recíprocas. Es más, tanto Europa y Estados Unidos como otros países en todo el mundo están tan metidos en la red kantiana de organizaciones internacionales, y en el respeto del derecho internacional, que cada vez es menos y menos plausible un acto unilateral de agresión. Cuando Sadam Husein atacó Kuwait en 1990, la comunidad mundial (no sólo Estados Unidos y sus aliados más próximos) condenó la invasión y acordó obligarle a dar marcha atrás.

Éste es un mundo distinto del que asistió a las numerosas agresiones fascistas de los años treinta, cuando los países no comprometidos se limitaban a desviar la mirada de los actos injustos. ¿Entonces está el conflicto (la resolución de las disputas mediante la fuerza armada) en camino de convertirse en una reliquia de la historia? Desgraciadamente, ni el historial de la época posterior a la guerra fría ni las perspectivas globales de los años venideros nos dan muchas esperanzas de que veamos en vida el sueño kantiano de la paz perpetua. Ha habido más guerras civiles e interestatales en los últimos diez años (Ruanda, Sierra Leona, Bosnia, Armenia, Perú, Camboya, Timor Oriental, Afganistán y decenas de otras) que en cualquier otra década desde, probablemente, el siglo XIX. Y el democrático y republicano Estados Unidos, a pesar de su aversión pública a la lucha internacional, ha dirigido con éxito dos guerras de coalición entre 1991 y 2001, y ha participado en todo tipo de operaciones de mantenimiento de la paz. Cada vez se utiliza más la fuerza.

¿Y por qué? Se me ocurren varias razones inquietantes.

En primer lugar, no todo el mundo cree que la muerte y las matanzas sean algo malo. A los jóvenes terroristas suicidas que infligen daño a Israel a diario, por ejemplo, se les enseña que con sus actos se reunirán con el Profeta en la gloria. ¿Para qué sufrir en condiciones lamentables en Cisjordania cuando a uno le está esperando el cielo? Nos puede parecer una locura a casi todos, pero el hecho es que las creencias fundamentalistas y superiores desafían las suposiciones de un hombre económico racional. Kant y otros filósofos mundiales se preguntaron grandes cuestiones acerca de la vida en esta Tierra y creían que el hombre estaba en el centro de la creación. Pero los jóvenes que se estrellaron contra las Torres Gemelas del World Trade Center el 11 de septiembre no creían lo mismo, y sus seguidores parecen seguir aumentando. Los suicidas que hacen estallar bombas desafían todo lo defendido por Kant y la Ilustración occidental.

En segundo lugar, al igual que una gran ola de calor aumenta la posibilidad de incendios forestales, las tensiones locales no hacen más que echar leña a las condiciones de conflicto en varias zonas del mundo. Obsérvense, por ejemplo, las presiones de la población en algunas de las regiones más problemáticas. Si, como se prevé, la población de Pakistán aumenta de los 145 millones actuales a 345 millones en los próximos 50 años, ¿cómo va a soportar su tejido social la tensión? ¿Y qué importan las muertes cuando la vida es tan barata y tan desesperada?

Considérense también el aumento del número de jóvenes palestinos en la próxima década previsto por el Fondo de Población de la ONU, y analícese si cabe esperar más o menos conflictos cuando la población se triplique.

También está la persistencia de rivalidades inalterables, tradicionales, a veces ocasionadas por motivos religiosos o raciales, pero sobre todo por la tierra. En lugares tan dispares como el Ulster y Kosovo, Cisjordania y Cachemira, la gente desea luchar y matar declarando su derecho a poseer la tierra, y negando las reivindicaciones similares de los otros. Incluso una democracia tan sólida y respetada como la de la India se pone furiosa si una tercera parte sugiere concesiones para el futuro de Cachemira, destrozada por la guerra. Hace 20 años, una de las democracias más antiguas del mundo, el Reino Unido, respondió con la fuerza a la ocupación argentina de las islas Malvinas porque, según afirmó la entonces primera ministra, Margaret Thatcher, 'es nuestra tierra'. Uno duda de que estas atávicas emociones se diluyan con la Ilustración del siglo XXI.

Por último, hay una nueva e intrigante razón para suponer que el uso de la fuerza no disminuirá, y nos devuelve a la posición especial y al poder en el mundo de Estados Unidos. El razonamiento, avanzado por algunos pensadores estratégicos respetados, es el siguiente: la impresionante derrota de los talibanes por medio de la alta tecnología, el invierno pasado, confirma lo que vimos por primera vez en la guerra del Golfo: que la llamada 'revolución en asuntos militares' mediante el uso de satélites, ordenadores y armas 'inteligentes' está aumentando la tendencia de los estadounidenses a ver la guerra como algo fácil y barato.

El síndrome de Vietnam (el miedo al elevado coste humano de involucrarse en una guerra) pertenece ya al pasado, porque el Pentágono no planea desarrollar este tipo de guerra nunca más. En Washington, ahora que se debate el derrocamiento de Sadam Husein, son muchos los que advierten de consecuencias políticas, diplomáticas y regionales impredecibles. Pero pocos afirman que vaya a desembocar en bajas estadounidenses intolerables. El umbral se ha reducido, y los planes para aumentar los presupuestos de investigación del Pentágono indican que se reducirá aún más en los próximos años.

Siempre es bueno haberse equivocado después de haber escrito una columna tan tétrica. Y, ¿quién sabe? Puede que la era de la paz perpetua esté a la vuelta de la esquina, a pesar de las pruebas que indican todo lo contrario. Pero precisamente son esas pruebas las que me impresionan. Nuestro contradictorio y fascinante mundo cuenta con miles de millones de personas a las que le parece bien convertir las espadas en rejas de arado. El problema es que hay muchos que no están de acuerdo. Y no se van a ir pronto.

Paul Kennedy es catedrático de Historia en la Universidad de Yale y el autor y editor de unos quince libros, incluido The rise and fall of the great powers. © 2002, Los Angeles Times Syndicate International.

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