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Los sabores del fraude

Paul Krugman

Resulta que usted es el encargado de una heladería. No es muy rentable, así que, ¿qué puede hacer para ganar dinero? Cada uno de los grandes escándalos descubiertos hasta ahora sugiere una estrategia diferente para venderse a sí mismo.

En primer lugar está la estrategia de Enron. Uno firma contratos en los que se compromete a proporcionar a los clientes un cucurucho de helado durante los siguientes 30 días. Deliberadamente calcula a la baja el coste que supone proporcionar cada cucurucho; después anota en el libro de contabilidad todos los beneficios proyectados sobre esas futuras ventas de cucuruchos como parte del balance anual. De repente, da la apariencia de que el suyo es un negocio enormemente rentable, y puede vender las acciones de su establecimiento a precios inflados.

Después tenemos la estrategia de Dynegy. Las ventas de helados no son rentables, pero usted convence a los inversores de que lo serán en el futuro. Después firma un acuerdo secreto con el heladero que hay al otro lado de la calle: cada uno de ustedes le comprará al otro cientos de cucuruchos al día. O mejor, fingirá comprarlos; no hace falta molestarse en trasladar realmente esos cucuruchos de un lado a otro. El resultado es que usted parece un actor importante en un negocio prometedor y puede vender las acciones a precios inflados.

Y está también la estrategia de Adelphia. Firma usted contratos con los clientes y consigue que los inversores se fijen en el volumen de contratos, no en su rentabilidad. Esta vez no realiza negocios imaginarios, simplemente se inventa montones de clientes imaginarios. Con su base de suscriptores aumentando tan rápidamente, los analistas le conceden calificaciones elevadas y usted puede vender las acciones a precios inflados.

Finalmente, tenemos la estrategia de WorldCom. Con ella no crea usted ventas imaginarias; hace que desaparezcan los costes reales, fingiendo que los gastos de explotación -la crema, el azúcar, el jarabe de chocolate- forman parte del precio de compra de una nueva nevera. Así, su infructuoso negocio parece, sobre el papel, una empresa altamente rentable que sólo pide préstamos para financiar sus compras de nuevo equipo. Y usted puede vender las acciones a precios inflados.

Ah, casi lo olvido. ¿Cómo se enriquece usted personalmente? La forma más fácil es concederse a sí mismo montones de opciones sobre acciones, beneficiándose así de los precios inflados. Pero también puede utilizar los préstamos personales al estilo Adelphia, etcétera, para acumular dinero llovido del cielo. Es bueno ser jefe ejecutivo.

Hay dos cosas que no presagian nada bueno en este menú de engaños. La primera es que cada uno de los escándalos de grandes empresas que han salido a la luz hasta ahora se trataba de un chanchullo diferente. Así que no es ningún consuelo decir que no puede haber muchas más empresas que hayan podido utilizar los mismos trucos que Enron o WorldCom; a buen seguro, otras empresas han encontrado otros trucos. En segundo lugar, los chanchullos no deberían haber sido tan difíciles de localizar. Por ejemplo, World-Com dice ahora que el 40% de sus inversiones del año pasado fueron falsas, que se trataba en realidad de gastos de explotación. ¿Cómo han podido aquellos que deberían haber estado alerta ante la posibilidad de fraude empresarial (auditores, bancos y reguladores estatales) pasar por alto algo de esta envergadura? Naturalmente, la respuesta es que o bien no quisieron verlo o bien algo les impidió actuar en consecuencia.

No digo que las empresas estadounidenses sean corruptas. Pero está claro que los directivos que quieren ser corruptos se enfrentan a pocos obstáculos. A los auditores no les interesaba hacerles pasar un mal rato a empresas que les daban un montón de ingresos en concepto de consultoría; a los directivos de los bancos no les interesaba hacérselo pasar mal a empresas que, como hemos sabido en el caso de Enron, les dejan entrar en algunos de esos lucrativos acuerdos complementarios. Y los cargos elegidos, aplacados por las contribuciones a sus campañas y por otros incentivos, impidieron a los organismos reguladores hacer su trabajo: privando de fondos a los organismos y creando agujeros negros legislativos en los que podían florecer prácticas turbias.

(Incluso mientras denuncia a voces a WorldCom, George W. Bush está intentado nombrar al hombre que redactó la infame exención Enron -una ley diseñada especialmente para proteger a la empresa de cualquier investigación- para un puesto elevado dentro de un organismo regulador clave. Y algunos congresistas parecen más interesados en tomar medidas drásticas contra el fiscal general de Nueva York, Eliot Spitzer, que por hacer algo respecto a la corrupción que éste ha estado investigando).

Mientras tanto, sigue habiendo revelaciones. Hace seis meses, en una columna fuertemente criticada, sugerí que al final el escándalo de Enron marcaría un punto de inflexión mayor para la percepción que Estados Unidos tiene de sí mismo que el 11 de septiembre. ¿Parece eso tan inverosímil hoy en día?

Paul Krugman es economista. © The New York Times / EL PAÍS

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