'¡Gooooooool!'
Alrededor de Ronaldo ha habido una noticia cada día en el Mundial, pero ninguna llenaba la portada. Hasta los cinco goles que se le otorgaban parecían mal contados, más que nada porque uno de los que le marcó a Costa Rica se le concedió a destiempo. Incluso su nuevo corte de pelo tuvo un impacto disuasorio, sobre todo porque se le suponía pelón y se le identificaba por su dentadura de conejo. Y aún cuando Brasil daba mucho que hablar, la gente estaba por los latigazos de Rivaldo, el serpentear de Ronaldinho, el cañón de Roberto Carlos, por asuntos varios y ninguno en concreto. Pero llegaron las semifinales y Ronaldo se sacó un punterazo que levantó al hincha del asiento. No por el remate, que admite mucha discusión, sino por la jugada, que le hizo de nuevo un jugador reconocible. Aún no se sabe si ha vuelto Ronaldo; de lo que no hay duda es que han regresado sus goles.
Ronaldo no cuenta títulos sino goles, y sus goles son muy suyos. De entre su repertorio, sin embargo, hay una jugada que sirve como ninguna para medirle. Ocurre cuando recibe la pelota, enfoca la portería, arranca con determinación y va eliminando rivales hasta quedarse enfrente del meta y entonces procede a definir como buenamente puede. A buen seguro que llevaba tiempo ensayándola, pues siempre fue un atrevido, un jugador que no se cortaba en el campo. En un partido contra el Lazio, por ejemplo, se probó frente a Couto y en cuanto quiso irse del portugués la rodilla le hizo tal chasquido que su mueca de dolor fue contagiosa. Por eso, cuando ante Turquía se metió entre Bulent y Alpay, aguantó a Fatih, evitó colisionar con Ergun y remató a la red, el aficionado apretó los puños y cantó el gol como ningún otro. Mucha gente había acompañado a Ronaldo en su eslalon, jaleándole más que animándole, pidiéndole que esta vez no se rompiera, que metiera el gol como le diera la gana, pero que lo marcara, para así poder abrazarle. Batido Rustu, no había equívoco. Ronaldo estaba de vuelta.
Su gol evocó al mejor Ronaldo, el que llenó el Camp Nou, marcó 48 goles en 49 partidos, iluminó Santiago; aquel jugador desbocado que, como un esquiador, se lanzaba a campo abierto, sin apoyarse en ningún compañero de equipo, rodeado sólo de contrarios incapaces de detenerle, con el árbitro fuera de imagen, tal que cada jugada fuera un anuncio. Ronaldo arrancaba, corría, volaba, era el principio y el fin del gol, un futbolista de genética única y carrocería imparable, incapaz de seguirle. Nunca antes se había visto a nadie salir tan limpio de jugadas tan barrocas.
Hoy resulta difícil saber si Ronaldo será, con el tiempo, el mismo que goleaba al Compostela, al Valencia, al Atlético. Habrá que aguardar para saber si repetirá como mejor del mundo. Pero de momento, lo que se celebra es que ha vuelto a jugar, a marcar, a ser feliz. Ha vuelto Ronaldo justamente cuando se temía por su futuro. Y de ahí la alegría por su gol a Turquía: '¡Goooool!'. Tan largo como una jugada de las suyas.
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