Aznarín ya no ríe
CUENTOS DE VERANO (I)
Llevaba unos días con la mirada huidiza. Se metía en su cuarto mucho antes de la hora acostumbrada, sin acabar la merienda. A estudiar, decía. Y era cierto que se pasaba las horas muertas delante de los libros, sobre todo de historia. Aquel comportamiento preocupaba a sus padres, aunque sólo moderadamente, deseosos como estaban de labrarle un porvenir al servicio de la patria, según era tradición familiar. Mas no por eso dejaban de inquietarles ciertos síntomas. El primero de todos, que ya apenas se oía el gallinero de su risa infantil alborotando por las estancias del chalé. Otro, que mostraba una extraña fijación por la parte Sur del mapa de España. Un sospechoso ahínco en la mirada. Y, bueno, que se estaba volviendo mentiroso. Cosas de la edad, argüía el preceptor, un tal Fraga. Tratando de averiguar el origen de tales transformaciones, se descubrió que todo arrancaba de la fiesta de cumpleaños, cuando un viento furioso, imprevisible, se coló por la ventana que daba a la parte del pueblo y apagó las seis velitas, arrebatándoles la iniciativa a los tiernos mofletes del futuro adalid.
-Aznarín, hijo, ¿por qué no llamas otra vez a tus amiguitos?- tentó la madre, a ver qué pasaba.
El niño levantó la cabeza de la Historia militar de la guerra de España, escrita por su abuelo, un egregio periodista del Caudillo.
Temió la mujer haber interrumpido algún alto pensamiento. Mas de pronto se iluminó el rostro del muchacho, como ungido de una idea salvadora.
-Sí, francamente. -Consintió, tan lacónico como alusivo-. Pero no a cualesquiera. Tú ya sabes.
Aquella consigna incluía una relación muy concreta, que, por cierto, algún pérfido enemigo había atrapado de los laberintos de la Red. Y eran: Pío Cabanillas, junior, hijo del Ministro de Desinformación de Franco; Fernandito Arias Salgado, continuador de otro Ministro de la misma cartera de Propaganda y Mentiras Oficiales; Enriquito Fernández Miranda, descendiente del que fuera velador de las esencias del régimen en tiempos predemocráticos; Jesusín Posada, hijo de un leal Gobernador Civil de Soria. Jaime Mayor, sobrino del fiel Marcelino Oreja. Albertito Ruiz Gallardón, nieto de un estricto portavoz del Caudillo; Juanito Chozas, nieto de un hombre de toda confianza del Ministro de Trabajo y de la Revolución Pendiente, Girón de Velasco. Y el benjamín de todos: Adolfito Suárez, vástago del que fuera Secretario General del Movimiento Inmóvil. Y sólo dos niñas: Margarita Mariscal de Gante, hija de un Director General de la Prensa leal al Generalísimo, y Anita Botella, emparentada con el incombustible Procurador en Cortes, Botella Llusiá, ginecólogo de la magna familia.
Llegados que fueron todos, y tras los refrescos y pastelillos de rigor, se sentaron alrededor de una mesa grande donde Aznarín había dispuesto un extraño y figurado campo de batalla.
-Os lo diré, francamente: He aquí la guerra total a Andalusíes, Moritos y Negritos-. Pero no asomó a sus labios el menor atisbo de sonrisa.
(Continuará)
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