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Columna
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La casa

Los ecologistas se llevan las manos a la cabeza cada vez que un barco arrolla una morsa o una excavadora elimina medio bosque del tramo por el que debe pasar una autopista, pero pocas entidades se ocupan de esa especie en extinción más indefensa que ninguna otra, la de los lectores. Entre ellas, al menos en Sevilla, debemos contar ya a la Casa del Libro, que felizmente acaba de cumplir su primer año de vida. Todos presenciamos con curiosidad y algo de recelo cómo aquel enorme armatoste de mármol y estuco se plantaba en mitad de la calle Velázquez sobre las ruinas de una antigua hamburguesería, y cómo a través de sus puertas de cristal iban penetrando toneladas y toneladas de volúmenes, como para calmar de golpe el hambre de páginas que muchos habían padecido hasta entonces. Las librerías nunca habían escaseado en la capital, los iniciados siempre contábamos con cuatro o cinco puntos de encuentro que recorríamos obligatoriamente cuando paseábamos por el centro en busca de novedades, pero cubrir cinco plantas de libros, con sus lomos alineados lujuriosamente sobre las estanterías de madera, era algo jamás visto y a muchos nos hizo pensar en el paraíso de Borges, ese lugar donde sólo existen la literatura y el insomnio. Y de repente, llenos de sorpresa, los miembros de la secta comenzamos a comprobar que no éramos sólo nosotros quienes se acercaban a aquel templete a hojear novelas y poemas, que no eran los mismos los rostros que podíamos observar si se elevaba la vista de la página con una sonrisa de resignación y complicidad, sino que había otros; por algún extraño magnetismo, la Casa del Libro había logrado atraer hasta sus playas a turistas que pasaban de largo frente a los escaparates de otras librerías, y que tal vez confundían sus salas con las de los comercios de ropa y zapatos que la circundan a ambos lados de la calle.

El éxito de la Casa no se debe sólo a que reúne un fondo considerable, especialmente cuidadoso con las ediciones raras y las pequeñas tiradas; también hay que contar con la energía de un hombre, Antonio Rivero, que desde su rostro unamuniano se ha propuesto sanar a la ciudad de la anemia cultural que padece. Gracias a él, muchos sevillanos han descubierto que además de párrafos, los libros tienen caras, y que hay señores que además de escribir son capaces de hacer chistes y de tomarse una cerveza con quienes los leen; también han sabido que no están solos, que existen más manos que pergeñan versos en la soledad de sus escritorios o pulen cuentos, y que del encuentro de unas y de otras puede beneficiarse ese lento aprendizaje de las letras. La apretada agenda social del establecimiento ha cobijado talleres literarios, tertulias, ruedas de prensa, presentaciones de revistas, conversaciones entre autores y público con una asiduidad que no se conocía por estas latitudes. En ese sentido, los amantes de los libros no tenemos más remedio que congratularnos de que se haya cumplido el primer aniversario de una institución que todavía -espero- tiene mucho por hacer y darle ánimos para seguir practicando el alpinismo hacia cumbres futuras: en ese mismo sentido, la Casa del Libro es la casa de todos los que leen, lo que es decir nuestra casa.

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