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Columna
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Resistencia

Enrique Gil Calvo

La movilización del pasado 20-J ha resultado finalmente mucho más importante de cuanto cabía esperar. Por eso nos ha sorprendido a todos, cogiéndonos a contrapié. A los mismos sindicatos, que no soñaban con el inesperado éxito logrado. Al Gobierno, cuya soberbia le hizo olvidar que no hay enemigo pequeño, y se creyó la fábula neoliberal de que hoy los sindicatos ya están acabados: de ahí que Cabanillas leyese un parte de victoria cuando la batalla estaba por jugar. Y a los observadores externos, que pronosticamos el fracaso de la movilización a partir de dos elementos incontrovertibles: el giro a la derecha de la ciudadanía europea y el casi absoluto dictado de la opinión pública que controla el régimen de Aznar.

La base social de la mayoría gobernante es indiferente al recorte de derechos
Los sindicatos han demostrado mantener intacta su capacidad de resistencia

Bien, pues no ha sido así. Por el contrario, los sindicatos han demostrado mantener intacta su capacidad de resistencia, desafiando con éxito la represión preventiva y mediática de Aznar. Por supuesto, el Gobierno y su prensa adicta fingen ignorarlo, sosteniendo con la boca pequeña aunque gritándolo muchas veces que la huelga fracasó. Pero muy pocos les creerán, pues en este país nos conocemos todos, y ya sabemos muy bien quiénes son los periodistas vasallos que participan desde hace tiempo en aquella conspiración que un añejo sindicato del crimen organizó para entronizar al ingrato Aznar.

El fracaso de la huelga sólo se sostiene si se la compara con el 14-D. Lo cual es una falacia, pues son sucesos incomparables. El 14-D supuso una rebelión contra el Gobierno de las mismas bases sociales que le habían conferido su representación política, y que mediante la huelga le exigían rendición de cuentas. Por eso aquel conflicto dividió internamente a la base de poder de la mayoría gobernante, y ahora no ha sucedido así, pues los huelguistas del 20-J no han sido precisamente los votantes de Aznar. Por el contrario, la base social de la actual mayoría gobernante es indiferente al recorte de derechos sociales, y aplaude que su paladín ajuste las cuentas a los sindicatos. Por eso los funcionarios y empleados de servicios, que el 14-D se sumaron a la huelga, hoy no lo han hecho, entendiendo que se trataba del clásico conflicto industrial de clase contra clase: pura resistencia sindical contra el Gobierno de los empresarios.

Además, en el 14-D se daba otra dimensión adicional que ahora no existe. Aquella movilización fue la unánime expresión de un doble desencanto. Desencanto con la transición, que se había revelado una restauración continuista del neofranquismo oligárquico. Y desencanto con las utópicas promesas que elevaron en volandas a González al poder en 1982, induciendo unas desmedidas expectativas de cambio que luego se verían radicalmente frustradas. Bien, pues nada semejante existe hoy. Nadie se encantó con la segunda transición de Aznar, y nadie se encantó con sus vacías promesas, pues el actual presidente carece de cualquier capacidad de encanto. Así que nadie puede llamarse hoy a desencanto: ni sus votantes, encantados de que Aznar se haya crecido desmintiendo la desconfianza con que al inicio lo eligieron, ni sus víctimas, pues se han confirmado sus peores expectativas de derechismo neofranquista.

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Por tanto, si al 20-J lo comparamos con lo que se esperaba de él, y no con un 14-D irrepetible, deduciremos que ha sido un éxito rotundo, del que cabe esperar algunos efectos. Es claro que no provocará un giro social, como el 14-D, porque Aznar no se ha sentido desautorizado, sino sólo resistido. Pero sí que puede causar un giro político, pues la resistencia sindical ha enseñado a Aznar que no se puede gobernar sin control. El poder debe estar limitado por un sistema de frenos y contrapesos. Pero, dado nuestro presidencialismo sin separación de poderes, dada la sumisión de la opinión pública al poder y dada la tendencia de la oposición a poner la otra mejilla, sólo la resistencia sindical puede limitar a este Gobierno. Por eso cabría esperar, quizás ilusoriamente, que Aznar entienda la lección.

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