Una voz a la deriva
Cuando dejan de llegar cartas desde el país de la infancia abolida, aparece el fantasma del padre que quedó por siempre solo en Vietnam, tirado en un camastro ya sin nadie que le vaya a buscar botellas de aguardiente. A los 14 años, Linda Lê (1963) abandonó Saigón y se instaló junto con su madre en París. Casi veinte años más tarde volvió por primera vez, con ocasión de la muerte del padre. De esta muerte y de este repentino viaje arranca la trilogía de la que forma parte Letra muerta, escrita en francés como el resto de su obra. El desgarro por la separación y el sentimiento de culpa por no haber cumplido con las exigencias de la piedad filial marcan el tono torturado del libro.
LETRA MUERTA
Linda Lê Traducción de Daniel Sarasola Akal. Madrid, 2002 84 páginas. 5,95 euros
La sombra de la rígida tradición confuciana y el eco persistente de los daños colaterales que la guerra de Vietnam dejó en el plano moral acechan a la voz. El monólogo avanza a modo de quimérica respuesta a una carta no escrita. La voz se muerde a sí misma con la ferocidad de un Cioran, de un Céline o de un Thomas Bernhard, tres referentes claros en la literatura de Linda Lê, aunque el más evidente de los homenajes en el libro sea para Frida Kahlo y su ciervo herido.
La voz a la deriva avanza en círculos, dice el dolor y la pesadilla en una prosa sensual, lírica y visionaria. No busquen en este libro ni un atisbo de idilio oriental ni un gramo de sabiduría de manual. Doblemente atrapada en el recuerdo y en una pasión enfermiza por un tal Morgue, en el que se humilla y se abandona, la voz se agarra al lector como un náufrago a una tabla, le muestra las cicatrices del alma, lo aborda con timidez, desde muy lejos, como un horizonte al que huir. Y emerge entonces la niña perdida, la mujer ajada, la extranjera incomprensible, la loca obsesiva.
Volviendo al abismo una y otra vez, Linda Lê consigue algo más que inquietar y filtrar un tapiz de acentos extremos e imágenes fulgurantes, un relato poblado de espectros hambrientos y vociferantes, profetas andrajosos, sexo triste, recuerdos calcinados, emperadores de ultratumba, extraños ritos funerarios y vértigo moral. Los círculos que traza en el laberinto sin fin de la desesperación acaban rasgando el extremo de uno de los velos de Maya, permitiendo en las últimas líneas del libro el débil atisbo de un rayo de luz.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.