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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Conrad o el cine

SON LARGAS, trabajosas y a menudo decepcionantes las relaciones que, en casi 80 años de saqueo, ha establecido el cine con el universo narrativo de Joseph Conrad. Trabajosas por lo que tienen de transcripción apresurada: leer la literatura del polaco cosmopolita sólo desde la óptica de la brillantez de los escenarios exóticos en que se ambienta -uno de los ganchos que buscan quienes se acercan a su obra- es hacer, salvando las distancias, lo mismo que se suele hacer cuando se aborda a Henry James, otro que ha gozado de profuso crédito en el cine. O sea, coger el conflicto -en James, casi siempre amoroso- en la base de sus obras y olvidarse de que, ante todo, James es la forma, y que la noción de punto de vista narrativo que tanto practicó no debe confundirse mecánicamente con el lugar donde se coloca la cámara.

Conrad es la aventura y el desplazamiento físico hacia lo que no se conoce, pero es también el viaje interior. Literariamente es su existencia como soporte de su obra, algo que pocos cineastas han entendido. Hay alguna excepción: el italiano Vittorio Cottafavi, quien lo adaptó para la televisión (La follia d'Almayer, 1972; Con gli occhi dell'occidente, 1979, basado en Under Western Eyes, y que ya había dado pie, en 1936, a una de las escasas adaptaciones francesas de nuestro hombre, una gentileza de Marc Allegret y de un elenco insuperable: Pierre Fresnay, Jean-Louis Barrault y Michel Simon) y colocó en el centro de ambas intrigas al propio escritor como personaje. O Andrzej Wajda, que hizo lo propio en una de las más sobrias e interesantes peripecias conradianas en la pantalla: La línea de sombra (1976).

No es casual que haya una historia de las adaptaciones, y otra de los infortunios a que ha dado lugar la obra conradiana. Hay numerosos tropiezos contra sus arrecifes; pero tal vez los más sonados sean los de Orson Welles, quien antes de Ciudadano Kane soñó un Corazón de las tinieblas en el río Hudson, con un Kurtz nazi y un Marlow encarnado por un ardiente demócrata americano, y el Nostromo, la pesadilla de David Lean desde 1964, cuando realizó una primera versión junto al guionista Robert Bolt. Tampoco lo lograron ultimar ni Martin Scorsese ni Arthur Penn.

Conrad fue objeto de adaptaciones ya en el cine mudo (desde Victory, 1919, de Maurice Tourneur, rodada en Estados Unidos, y primera de las adaptaciones de esta novela; la segunda, un Lord Jim de 1925, de Victor Fleming, sólo un año anterior a la versión de Nostromo que, con el título de The Silver Treasure, rodara Rowland V. Lee). A veces, paradójicamente sonrojantes, como en el caso de la segunda Victory, aquí estrenada como Paraíso peligroso (1930), de William Wellman.

En el fondo, y con el permiso de Manuel Gutiérrez Aragón, que tomó la estructura, y algo más, de El corazón de las tinieblas para su mejor película, El corazón del bosque (1978), quienes mejor comprendieron el mundo conradiano han sido sólo un puñado de anglosajones. El inglés Carol Reed, autor de una impresionante versión de El desterrado de las islas (1950), que elevó esa incertidumbre del alma británica, el exilio en tierras exóticas, a la categoría cinematográfica de arte mayor; el americano Richard Brooks, que hizo la más plausible adaptación de Lord Jim (1965), y Francis Coppola, quien trazó el más impresionante retrato de la sinrazón y de la inutilidad de la guerra en Apocalypse Now (1979). Sobre el resto, incluido el Alfred Hitchcock de Sabotage (1936, sobre El agente secreto), tal vez sólo convenga tender el manto del olvido.

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