Truenos, música y melancolía
En 1899, fecha de aparición de El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad tenía diversos motivos para no desear una lectura demasiado histórica de su novela, y para ello desplegó una serie de dispositivos que iban desde la falta de nombre propio de la gran mayoría de sus personajes y escenarios hasta una técnica narrativa de interposiciones, elusiones e incluso silencios, cuyo efecto era despersonalizar y trascender el sistema de voces al que se confiaba el relato. Conrad era hijo y había sido empleado del imperialismo europeo, y estaba publicando su obra en una revista, la Blackwood's Magazine, que funcionaba como activo órgano de propaganda de 'las Islas Británicas y sus Dominios'. Tenía circunstancias de sobra para mostrarse -digamos- cauto. Pero también tenía, sin duda, motivos, harto profundos, de carácter meditativo.
Sería de agradecer que esta conmemoración sirviera para acabar con el prestigio de lo irrepresentable
'¿Imaginan la historia que les estoy contando? ¿Ven algo?', pregunta a sus oyentes el principal narrador de la novela, Marlow. 'Tengo la impresión de que no les estoy contando más que un sueño, de que me empeño en vano; porque la narración de un sueño no puede transmitir esa sensación propia únicamente de los sueños', como 'es imposible transmitir la sensación de vida que en cada época de nuestra existencia experimentamos, eso que le confiere su verdad, su significado, su sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos igual que soñamos: solos'. Sin embargo, aun con tantos imposibles de frente, lo notable es que Marlow sigue contando. Al lado de esa convicción desalentadora de que la narración no sirve para 'transmitir' la vida o el sueño -ni el viaje ni la interiorización del viaje-, hay un impulso resistente que lleva a seguir adelante: el impulso de un hombre -Conrad igual que Marlow- comprometido y endeudado con su experiencia, y que insistentemente busca la forma de contarla, de saldarla.
A pesar de todos sus esfuerzos en pos de la deshistorización, El corazón de las tinieblas fue historizada de inmediato. Las primeras reseñas de la época ya la vieron como una crítica del colonialismo belga en el Congo, y esta visión, confirmada, matizada o impugnada, continúa siendo aún hoy de las más difundidas. Entonces no se hablaba especialmente del 'horror', ese celebérrimo grito del señor Kurtz en el lecho de muerte, pronunciado 'como si quisiera devorar la tierra entera y a la humanidad con ella'; se apuntaban simplemente ciertos excesos de método reprobables, pero cometidos allá lejos, en África. Cabe recordar aquí que la iniciativa para prohibir la importación del 'horror' a Europa parte del propio Marlow, que es quien, falseando la historia, borra la consigna '¡exterminar a todos los salvajes!' del informe del señor Kurtz que, después de la muerte de éste, entrega a los periodistas belgas.
De hecho, parece que 'el horror' no empieza a ocupar un lugar de honor en el legado conradiano hasta que el horror mismo se instala en Europa. En 1945, Orson Welles adapta la novela para la radio y reviste al señor Kurtz de tintes hitlerianos. No es su única aportación. En la transcripción de la versión radiofónica, después del grito final, leemos esta curiosa acotación: 'Truenos. Música'. Welles da inopinadamente, contra todos los imposibles señalados por Marlow, con una forma de representación del 'horror'. Ahora que está cerca, en el centro de Occidente, se hace inevitable referirse a él; pero, como es tan horrible, se romantiza. Huelga decir que el recurso ha hecho fortuna: preside el kitsch furibundo y latoso de Apocalypse Now (1979) y produce testimonios de sobreidentificación bochornosa como uno de los incluidos en la reciente antología Planeta Kurtz (2002), cuyo autor confiesa haber sentido por el señor Kurtz la misma fascinación que por una estrella del rock and roll. El lado salvaje, el mal insondable, el loco demiurgo y artista... si no el gran héroe del fracaso: he aquí el expediente que los truenos y la música han creado para la representación de lo irrepresentable en el siglo XX.
Al igual que la dimensión histó-
rica, los problemas de Marlow y de Conrad con lo imposible de 'transmitir' fueron pronto diagnosticados. E. M. Forster, en 1936, encontraba ya a Conrad '¡Oscuro!', así, en mayúscula y con signos de admiración. En 1958, A. J. Guerard, de la escuela psicoanalítica, fue el primero en calificar la novela de 'viaje interior', de 'una de las grandes meditaciones oscuras de la literatura, y una de las más puras expresiones de un temperamento melancólico'. La deconstrucción de los ochenta la trató como un texto apocalíptico en el sentido etimológico del término, es decir, 'una revelación de la imposibilidad de revelación' (J. H. Miller). La desconfianza ante el lenguaje y el sentimiento de fracaso han recorrido como una línea de sombra todo el siglo XX: su ejemplo más lacónico y decoroso tal vez sea la Carta (1902) de Lord Chandos de Hofmannsthal, pero llega hasta W. G. Sebald, ese prolijo peregrino de la melancolía posmoderna que dedicó, por supuesto, en Los anillos de Saturno (1995), un capítulo al Congo de Konrad Korzeniowski. El papel que desempeña El corazón de las tinieblas en esta tradición resulta, vistas las repercusiones, fundamental.
Sin embargo, ¿es posible que el siglo XX se haya debatido únicamente entre esos dos tipos de romanticismo? ¿Que no haya sido capaz de ir más allá del tótem-espectáculo o del discurso de la depresión, y de aferrarse a la presunta integridad de la experiencia como algo insobornable e inmune a la palabra? Por fortuna, creo que no. El siglo XX ha dispuesto paralelamente de otras rutas de pensamiento además de las que se han complacido en la irrepresentabilidad del horror. Ya Freud, un coetáneo de Conrad a quien éste por lo visto se negó a leer, propuso un método que volvía de algún modo ociosa la problematización de una definición exacta de la experiencia, desde el momento en que la palabra oportuna, que podía ser la más inexacta, permitía nombrarla y expulsarla. Mucho después, en 1963, cuando Europa ya había tenido que reconocer el horror en su propio territorio, Hannah Arendt volvería del juicio de Eichmann en Jerusalén, no con un libro de viajes al infierno, sino con 'un estudio sobre la banalidad del mal'. Los detectives del FBI que en la década de 1970 inventaron la técnica del profiling descubrieron que el mal doméstico de los asesinos múltiples respondía a patrones repetidos, perfilables y previsibles, y que esa clase privada de horror monstruoso también tenía, como las demás, su fórmula y su receta. No han faltado, en fin -y éstos son sólo tres ejemplos-, alternativas en el siglo XX al ruido aparatoso o al susurro temblequeante, respuestas racionalistas a la mitificación de lo irracional. El mismo Conrad, aun en su búsqueda sin esperanza de una representación perfecta, nunca renunció a seguir siendo imperfecto. Sería de agradecer que esta conmemoración del centenario de El corazón de las tinieblas, en lugar de renovar el vicioso circuito del tópico de lo irrepresentable, sirviera más bien para acabar con su prestigio y para retomar, en la idea de que el conocimiento puede ser combate, el camino del sentido crítico.
Luis Magrinyà es autor del prólogo a El corazón de las tinieblas en la edición de Punto de Lectura.
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