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Columna
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Cantera

EN EL PARÍS macilento y machacado de la Primera Guerra Mundial, donde, si ya no fuera palpable el fin de un mundo, que era el suyo, lo habría podido asimismo constatar a través de la muerte o el deterioro de sus amigos y conocidos, sitúa Marcel Proust el escenario de El tiempo recobrado, el séptimo y último volumen de su monumental obra En busca del tiempo perdido, cuyos respectivos títulos ya enuncian que en este postrero episodio de la novela se contiene la respuesta, a modo de testamento, de los interrogantes amasados a lo largo de las miles de páginas de este libro, sin duda uno de los más trascendentales de la literatura contemporánea. Pues bien, es en este último volumen donde Proust inserta de corrido esa larga meditación de unas cincuenta páginas, en la que no sólo explica lo que él piensa, desde el punto de vista estético y moral, sobre su propia obra, sino todo lo que cree acerca del significado y el destino del arte. ¿Cómo entonces resumir lo que allí dice Proust con una claridad y una convicción literalmente estremecedoras, que sobreviven incluso a la morosa delectación con que describía hasta el detalle más insignificante? Con consciente simplificación, a mí se me ocurre definir su mensaje como la altísima reflexión de un escritor que ha comprendido que la misión de la obra de arte es la transformación de esa escombrera que es el pasado en el fecundo humedal del tiempo, donde, recuperando lo sustancial de la memoria, encontramos, por fin, el sentido a la existencia, aunque ésta sea fatalmente un mero pasar.

A la luz de la memoria, Proust cree que todos podemos reencontrarnos con esas sensaciones primigenias, que marcaron nuestro destino, y a cuyo través, mediante sutiles analogías y comparaciones, el artista logra no sólo, como todos, comprenderse, sino crear, esto es: explicar, dar forma al aparente caos de la vida. En cierto momento, no exento de melancólica arrogancia de artista, Proust apunta al respecto lo siguiente: 'Y mi persona de hoy no es más que una cantera abandonada, que cree que todo lo que contiene es igual y monótono, pero de donde cada recuerdo saca, como un escultor de Grecia, innumerables estatuas'.

No hace falta aludir al caso de la mujer de Lot, ni a la no menos triste historia del atribulado Orfeo, para comprender que ciertas intempestivas miradas hacia lo que se deja atrás pueden convertirte en una estatua de sal o hacerte perder lo que más amas. Arrostrar, no obstante, este peligro distingue a los artistas, que saben extraer de la cantera del tiempo perdido obras llenas de vida. Por eso, la ahora tan celebrada escultora Louise Bourgeois pudo hacer esta afirmación ciertamente lapidaria: 'Cada día tienes que plantearte si abandonas tu pasado o aceptarlo, pero, si decides no aceptarlo, entonces te convertirás en un escultor'. Verdaderamente, el arte es una profesión de inconformistas memorables.

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