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Elogio crítico de la Convención Europea

En la Cumbre de Niza, los dirigentes de los países de la UE aprobaron in extremis un tratado que posibilitaba formalmente la ampliación, pero salieron convencidos de que el proyecto europeo necesitaba una reforma en profundidad, al menos por dos razones: la inadaptación de sus instituciones a una Unión con 27 o más miembros y su creciente distanciamiento con el sentir de los ciudadanos, confirmado por el posterior referéndum irlandés.

Para diseñar el futuro de una Europa que se enfrenta a un triple problema de dimensión, legitimidad y eficacia, terminaron asumiendo la idea de que una Convención formada por representantes de los gobiernos y parlamentos nacionales y de la Comisión y del Parlamento Europeo preparase la Conferencia Intergubernamental de 2004.

¿Qué debe hacer la Convención Europea? Oficialmente, responder a las 65 preguntas formuladas por el Consejo Europeo de Laeken, que la creó en diciembre del 2001. En plan minimalista, tal mandato podría cumplirse compilando el conjunto de las respuestas posibles a las cuestiones planteadas sin visión de conjunto o de proyecto. Pero esa vía ha sido rápidamente desechada y la Convención se ha dado a sí misma el audaz objetivo de elaborar un proyecto de Constitución que sea la carta fundacional de la Europa política y ampliada.

El término Constitución era considerado tabú en Bruselas hasta hace poco porque algunos ven en él a un super-Estado que rechazan. Pero es el que se proclamó de forma unánime -aunque con el burladero de algún eufemismo como el de 'tratado constitucional'- en su sesión inaugural. En ella, el presidente del Consejo, señor Aznar, rechazó que la UE viviese una crisis existencial, pero era difícil interpretar de otra manera las palabras del presidente de la Convención, Valery Giscard d'Estaing, advirtiendo que lo construido en 50 años podía dislocarse si ahora se fracasaba.

Los primeros meses de trabajo de la Convención (http://european-convention.eu.int) no han sido fáciles. Hemos definido el método de trabajo de una Asamblea de más de 200 personas que hablan 30 lenguas y que no podrá utilizar el voto, sino el consenso (¿apreciado cómo y por quién?) para llegar a conclusiones que ha celebrado hasta ahora reuniones maratonianas con discursos de tres minutos sobre Europa en general y las misiones, políticas y competencias que deben encomendarse a la UE. Un método poco operativo, que ha puesto en manos del Presidium de la Convención y en las ruedas de prensa de su presidente lo fundamental de lo que allí ocurre. Sólo recientemente se ha conseguido, por fin, crear algunos grupos de trabajo sobre cuestiones tan decisivas como la subsidiaredad y el gobierno económico.

En Sevilla, Giscard informará al Consejo Europeo, por primera vez, de la marcha de los trabajos de la Convención. Pero cualquiera que sea su interpretación personal de los debates habidos, sabe que se estará dirigiendo a unos representantes de diversos países e ideologías que no conforman precisamente un liderazgo político colectivo, sino más bien a un conjunto de responsables políticos temerosos del desarrollo de los últimos acontecimientos y dispuestos a responder con el freno o la marcha atrás en el proceso de construcción europea.

En efecto, las declaraciones y propuestas de presidentes y primeros ministros registradas en los últimos meses no van precisamente en la buena dirección: o se considera que la construcción europea es un problema que figura como causa de otros o se cree que la vuelta a las fronteras nacionales permitiría salir de algunos atolladeros o se estima conveniente confrontarse a la realidad social con un discurso reaccionario más o menos evidente o se bloquea la ampliación.

Hay quien afirma, tras los resultados electorales de las presidenciales francesas, que la construcción europea debería moderar su velocidad o reorientar su dirección; hay quien considera que si el crecimiento de la inmigración ayuda a las opciones extremistas, la Unión tendrá que convertirse en una fortaleza, olvidando conceptos claves como apertura, solidaridad, integración, ciudadanía y derechos humanos; tampoco faltan quienes, al rebufo del 11 de septiembre, proponen reforzar las capacidades de la OTAN en la lucha contra el terrorismo, olvidando que una de las principales tareas pendientes de la UE es poner en marcha su propia política de seguridad. Y la guinda la pone quien sugiere que el problema de la Unión no es su déficit político, sino la falta de una autoridad (presidente) que meta en cintura a instituciones tan poco representativas como la Comisión y el Parlamento Europeo, que encima tienen ideas propias y las exponen.

Por el contrario, nosotros creemos que la reacción adecuada frente al resurgir de los partidos fascistas y xenófobos, el terrorismo globalizado o los flujos migratorios pasa por profundizar la integración política de Europa para poder hacer fuera de sus fronteras lo que ha hecho con ella misma a lo largo del último medio siglo, convirtiéndose en un poder global radicalmente democrático para contribuir a la paz y la prosperidad mundiales desde una posición activa y representando un espacio compartido por sus pueblos basado en los valores comunes de la democracia, los derechos humanos, la economía social de mercado, una sociedad cohesionada y la preservación del ecosistema.

A pesar de su peso económico -reforzado por el euro-, Europa no cuenta todavía con una política económica y social capaz de hacer frente a las consecuencias de la globalización y a la disminución del crecimiento. Tampoco, cuando el 11 de septiembre refleja un mundo nuevo en el que Europa necesita pensar por sí misma su seguridad y su defensa, la Unión no tiene una verdadera política exterior con la que contribuir eficazmente a la desaparición de la pobreza en el planeta ni la capacidad militar suficiente para prevenir conflictos y gestionar crisis.

Para construir esa Europa imprescindible, es difícil confiar en un Consejo cercano ya a una mayoría de derechas que gobierna en algunos países con el apoyo de partidos políticamente indeseables. Por ello, aun con sus insuficiencias, la Convención -conseguida, que no otorgada, gracias a la presión de muchos, empezando por los socialistas europeos- puede ser hoy el marco político del que surjan propuestas en las que los ciudadanos reconozcan un proyecto común imposible de soslayar por los gobiernos temerosos de la propia fuerza de la construcción europea.

La Convención es una gran oportunidad para que los pueblos de Europa decidan qué más quieren hacer juntos a través de la Unión. Pero su éxito, por supuesto, no está garantizado.

De hecho, algunos anticipan su fracaso, consideran su método equivocado y creen que el futuro de Europa lo definirían mejor representantes personales de los jefes de Gobierno que, a fin de cuentas, son los que tienen la última palabra. Pero si se quiere promover el debate ciudadano, ese procedimiento opaco no es el correcto. Y además se olvida que no son los Gobiernos quienes tienen la última palabra, sino los pueblos y/o sus parlamentos. ¡Ya ha pasado el tiempo de los que defienden que la construcción europea avanza más cuanto menos explícitos son sus objetivos y menos conscientes de ellos son sus pueblos!

También hay quien considera que el debate sobre Constitución sí o no es irrelevante. Pero los nombres importan, porque si la Convención quiere dirigirse a la ciudadanía y presionar sobre los Gobiernos debe ser ambiciosa y proponer una reforma fuerte que sea base a una democracia multinacional europea.

La historia de la construcción europea es la historia de un éxito. Ahora, para asumir nuevas misiones como las señaladas, es preciso superar el déficit político, las lagunas competenciales y la insuficiencia de recursos de la actual Unión. Porque ¿es sostenible que el funcionamiento de la UE no se base en la división de poderes propia de cualquier democracia?, ¿contar con el euro y carecer de gobierno económico?, ¿no tener una política exterior y de defensa común como Bosnia ayer y el Próximo Oriente hoy ponen de manifiesto?, ¿seguir 'trampeando' con temas tan esenciales como los de justicia e interior?, ¿pretender intervenir en el ciclo económico, hacer la ampliación y desarrollar políticas como la de cohesión con un presupuesto que no supera el 1,27 % del PIB y proviene de un sistema de recursos propios obsoleto?, ¿mantener un Banco Central Europeo que no ha de preocuparse por el crecimiento y el empleo?

¡Claro que no! Corresponde a la Convención responder a esos interrogantes, ligados directamente a la política española. Tanto su discurso en Oxford como el decretazo que ha provocado la huelga general, nos muestran que Aznar sí tiene un proyecto para la Unión: una Europa dura en lo social y autoritaria en lo institucional, que va desde la pura represión como política frente a los flujos migratorios hasta la perla en la historia de las ideas que supone proponer un presidente del Consejo que pueda disolver un Parlamento Europeo que no habría tenido el poder de elegirle, pasando por una cesión de trastos a la OTAN en los grandes asuntos con la UE en plan de subalterno.

Frente a una concepción tan de derechas, el reto de los socialistas es hacer propuestas ilusionantes para los europeos, creando un nuevo liderazgo colectivo entre sus dirigentes y contribuyendo al éxito de la Convención. Para eso queremos contar con la colaboración de todas y de todos.

Josep Borrell, Carlos Carnero y Diego López Garrido son miembros de la Convención y diputados del PSOE al Congreso y al Parlamento Europeo.

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