Inmigración e hipocresía
Hablemos de inmigración sin hipocresía y sin miedos a la larga contraproducentes. Por no haberlo hecho así se ha propiciado el ascenso de la ultraderecha en toda Europa. Lo políticamente correcto ha resultado ser socialmente nefasto. No escasos periodistas y escritores nos han glorificado el haz y han limado las aristas del envés. Reconozco, no obstante, que no todo es cuestión de buena fe. La emigración en general es suelo minado y su análisis requiere mucha finesse intelectual; y aún así, cuando uno cree estar en una orilla le hacen caer en la cuenta de que está en la otra y vuelta a empezar en todo o en parte. Nadie ha hecho del choque entre culturas un análisis de ahí queda eso, inmune a toda crítica. Y gracias si un error de percepción queda circunscrito, sin metástasis que acabe derrumbando el castillo entero.
Empezaré con una nota amable, con el propósito declarado de disipar dudas; y también por influencia del tópico falaz según el cual la esperanza es lo último que se pierde. (A algunos la esperanza es lo primero que nos abandona). Vivo en un barrio humilde y voy a trasladarme por circunstancias personales que no vienen al caso. Mi finca tiene diez plantas y cincuenta viviendas, de las cuales, más de un tercio están ya ocupadas por inmigrantes de diversas procedencias. Son buena gente, no arman bulla, no causan la menor molestia, cosa reconocida por algún que otro vecino xenófobo y que no por eso dejará de serlo, pues está en la naturaleza del prejuicio no rendirse ante Dios ni Roque. Estos inmigrantes, vergüenza debe darnos, siempre ceden el paso y siempre parecen pedir perdón. Tienen niños, hecho ya casi insólito entre nosotros; y cuando alguna vez ayudas a la madre a meter el carrito en el ascensor, ella te mira entre tímida y agradecida, te sonríe y piensa (sé que lo piensan) que eres un aliado o al menos no un enemigo. Por ellos siento marcharme. Quizás en mi nueva casa, de medio tono, los chicos del botellón y del no botellón y los papás de unos y otros me pongan a parir con sus radios y sus casetes y sus televisiones.
Y sin embargo, me producen disgusto pañuelos y velos. No los proscriben, entre otros, ni Egdar Morin ni Enrique Gil Calvo. ¿Acaso entre nosotros no se ven en profusión ombligos al viento? ¿Qué decir del piercing? A mí no me parecen ejemplos comparables. La coacción del mercado se extiende sobre todos, hombres y mujeres; y no es tan contundente como la ley del honor, ampliamente extendida en las sociedades musulmanas. Por otra parte, el feminismo y un sector no feminista rechaza el velo por considerarlo símbolo de la opresión de la mujer. Algunos vamos más lejos: nos negamos a hablar con una persona que nos oculte en todo o en parte su rostro. La palabra, supongo, es el elemento más importante del lenguaje, pero no es todo el lenguaje. La cara la verifica o la desmiente, la interpreta. No hay discurso aceptable sin el complemento del libro de signos que es el rostro. Cuántas veces la mirada nos permite oír incluso lo contrario de lo que estamos escuchando. Por otra parte, ver sólo los ojos del otro, es ver menos que únicamente los ojos, pues todo rasgo aislado del conjunto pierde veracidad. Esto son obviedades, lo sé; pero no se callan ni se esgrimen como argumento por serlo, sino porque no se les concede la debida importancia. En cierta medida, no concedérsela presupone la separación, el gueto, o la aceptación indiferente de que un interlocutor nos vea y nos hable a rostro cubierto. Dudo que esta persona juegue con ventaja porque me importa un bledo lo que diga, lo que piense, lo que sienta. Personalmente, no me sentaré a hablar con nadie que lleve puestas gafas de sol oscuras, de no mediar fuerza mayor que le obligue a llevarlas. ¿Es esta actitud reaccionaria? Pues a lo mejor va y resulta que sí y se lo demuestran a uno y si ese uno no es un berzas se da golpes de pecho. Y si es berzas, igual se encabrona con el mensajero. Cuestiones hay tan poliédricas que se quiebran de puro sutiles.
Hemos de preguntarnos con total sinceridad si acaso existe una inmigración imposible de integrar, una inmigración quintacolumnista. En mayo del pasado año, Sami Naïr escribía en EL PAÍS: '... Los inmigrantes musulmanes han demostrado en toda Europa una capacidad de adaptación excepcional, sus hijos se integran rápidamente... El caso de Francia lo demuestra ampliamente'. Un año más tarde Francia, con Le Pen al frente, ha demostrado lo contrario. Entre los miedos de la sociedad europea uno de los más preocupantes es el miedo a la religión musulmana como la dice el Corán o como se interpreta el Corán. En la mismísima Holanda el Estado intervino para revisar enseñanzas contrarias a la Constitución. En España salen a la luz un goteo de casos y uno se pregunta cuántos no saldrán a la luz. Ante esto, el Estado ha de mostrarse inflexible en la imposición de sus normas y de su marco jurídico. Consentir que una niña no reciba clases de gimnasia porque su tradición religiosa prohíbe el uniforme es un inquietante síntoma de debilidad. Todo colectivo en que uno de los sexos -la mujer- está en situación de inferioridad, es inadmisible. No nos trasladen aquí un problema que entre nosotros todavía no está totalmente superado.
Antonio Lis, Comisionado del Consell para la Inmigración, es autor de un extenso artículo, Política e inmigración (EL PAÍS, sábado, 8 junio). Dado el cargo que ocupa Lis, celebro la generosa sensatez de sus ideas sobre la inmigración. Por supuesto, nada tienen que ver con las de Fernández Miranda. 'Ni los inmigrantes equivalen a los delincuentes, ni cuestan más de lo que aportan'. Lamentable que eso todavía necesite ser dicho. 'La recepción del otro debe ser compatible con la construcción de la identidad valenciana'. Respeto mutuo, viene a decir Lis, equivale a influencia mutua. La identidad es un proceso evolutivo y sujeto a múltiples interferencias. Pero Lis no incurre en el error seudoprogresista de saltarse normas y códigos. Ni avala la creación de guetos. Su objetivo es la integración. Es el sistema estadounidense: 'vive como quieras... que al final serás tan americano como nosotros'. Suena algo cínico, pero el hecho es que Nueva York resulta ser, en su heterogeneidad, la ciudad más homogénea que conozco. En ninguna parte existe un rechazo tan extendido al idioma de los padres y abuelos. Ni tan voluntario.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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