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Columna
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Tatuajes

Josep Ramoneda

La huelga general va camino de convertirse en un rito más de la democracia española. En tiempos pasados, no tan lejanos en el tiempo como en los espíritus, las huelgas generales eran preludio de insurrección. Hoy son una expresión, más o menos solemnizada, de tensiones acumuladas en la sociedad. Toda huelga tiene un pretexto: el decreto gubernamental sobre la reforma del desempleo, en este caso. Pero su éxito depende, como casi todo en política, del principio de oportunidad: que la convocatoria caiga en tierra suficientemente fertilizada como para arraigar rápidamente. La sociedad está a punto para la huelga general cuando son muchos los sectores que se sienten agraviados por el gobierno, por diversas razones. ¿Cuál es el mejor fertilizante? La arrogancia gubernamental, que se hace asfixiante en estado de mayoría absoluta.

En 1988, la huelga general fue realmente masiva porque la ciudadanía, especialmente la de izquierdas, quería expresar al gobierno su desencanto por el modo en que había frustrado las ilusiones en seis años de gobierno, alejándose de la calle y entregándose al síndrome caudillista que La Moncloa parece provocar a sus habitantes. La ciudadanía de izquierdas, forjada en las movilizaciones de la transición, sintió dolorosamente que no se contaba con ella para nada, que también con los socialistas la política era cosa de palacio. El desencanto fue el choque inevitable entre las fantasías de resistencia y la verdad concreta del poder, del realismo político y de las relaciones de fuerzas. Pero había mucha gente que quería darle una pequeña lección al PSOE. De ahí que la huelga adquiriera dimensiones de gran movilización.

Esta vez, la huelga ofrece la oportunidad de afear al gobierno del PP su arrogancia, su desprecio por las formas democráticas y dejarle claro que se percibe perfectamente el giro derechista emprendido desde que la mayoría absoluta le ha permitido mostrarse sin maquillaje, tal como es. Veremos el jueves hasta qué punto la ciudadanía tiene ganas de bajar los humos a José María Aznar como hizo en 1988 con Felipe González. De ello dependerá la amplitud de la huelga.

En este marco es lógico que estos días circulen manifiestos y comunicados de apoyo a la huelga que sólo indirectamente tienen relación con el decretazo. Se subraya la regresión ideológica e institucional que está pilotando el gobierno y el renacimiento del autoritarismo. Son percepciones y rechazos que probablemente no estén repartidos de modo igual por todo el país, pero que se han ido extendiendo en los días que han seguido a la convocatoria de huelga, en parte por el modo intempestivo con que Aznar la ha gestionado. ¿Es una huelga política? Por supuesto, como todas. La derecha acude al argumento ya clásico de descalificar la huelga porque es política. ¿Qué tiene de malo? ¿Por qué las derechas vuelven a recurrir al desprecio de la política? ¿Acaso Aznar no hace política cuando descalifica la huelga por ser política? Siempre que la derecha ha apelado a este argumento ha sido premonición de cosas peores. Porque lo que se está diciendo, en realidad, es que hay una sola política: la suya, que es la única verdadera porque todas las demás son disolventes y antipatrióticas, como hubiera dicho un franquista. Lo cual es un argumento incompatible con las formas democráticas. Aunque sólo fuera por estética, la derecha no debería acudir a la descalificación de la política. ¿No era Franco quien decía que él no hacía nunca política?

El jueves veremos la amplitud del rechazo a los modos de hacer del PP. Y el viernes se podrá empezar a apreciar hasta qué punto el gobierno es capaz de entender las señales que emite la calle. Una huelga general hoy es un rito que no tiene ningún efecto desestabilizador. El viernes el país será el mismo que el jueves. Pero una huelga general, si es exitosa, es un tatuaje en el cuerpo del gobierno que la sufre que ya no se lo quita nunca de encima, signo de que él también, aun con mayoría absoluta, es de este mundo.

Creo, sin embargo, que esta función que las huelgas generales han adquirido en España pone de manifiesto cierta disfuncionalidad del sistema. No hay mecanismos regulares -es decir, no excepcionales- adecuados para combatir la tendencia al abuso de las mayorías absolutas. Es curioso que las dos huelgas generales con mayor amplificación política hayan sido contra gobiernos con mayoría absoluta y con la oposición en tono muy contenido, ya sea por impotencia o por voluntad táctica. En 1988, el PP no tenía aún un liderazgo claro y su voz estaba muy disminuida ante el superpoder socialista, en momentos en que la derecha seguía sin encontrar su camino. En 2002, el PSOE ha optado por la discreción como estilo de oposición, dejando el protagonismo de la queja a otros sectores sociales, de los sindicatos a los obispos, de los jueces a los nacionalistas periféricos. En este sentido, la huelga general no es, en principio, una buena noticia para el PSOE porque demuestra que su voz no es todo lo potente que debería ser y su capacidad de contención del gobierno es limitada. Algunos, más sutiles que yo, sin duda, piensan, sin embargo, que ésta es la astucia estratégica de Rodríguez Zapatero: dejar que los distintos sectores sociales erosionen al gobierno para encumbrarse él sobre la tarima del descontento.

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Cabe, en cualquier caso, formular una pregunta: ¿será la ausencia de un discurso alternativo fuerte la explicación del papel de las huelgas generales en la democracia española, como forma de parar los pies a las arrolladoras mayorías absolutas y de abrir la puerta hacia la alternancia? A falta de pan, buenas son huelgas.

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