Una necesidad política
LOS SECTORES SOCIALES que tienen que competir con los salarios del Tercer Mundo, o con los inmigrantes que de allí vienen, no pueden entender que su número, cerca de 20 millones en la UE, se iguale al de desempleados. A un paro que no logra descender de los nacionales que reclaman un determinado nivel de salario, así como ciertas condiciones en el puesto de trabajo, corresponde una inmigración en rápido aumento que probablemente en más de dos tercios trabaja en la economía sumergida.
El hecho que revela la inmigración creciente es que en la Europa posindustrial avanzada subsiste una economía sumergida, con baja productividad y más bajos salarios, que depende de la llegada continua de inmigrantes. Estamos ante una sociedad dual, basada en dos economías, una formalizada, que exige a los que ocupa una alta cualificación y que de hecho está reservada a los nacionales, y una economía sumergida de servicios simples (doméstico, hostelería), o de producción sin demasiada tecnología, en la que se refugia el inmigrante.
La economía sumergida, ciertamente, llama al inmigrante ilegal, pero la baja natalidad lo hace a la larga imprescindible. Con 1,25 hijos por mujer, los 80 millones de alemanes serán 50 en 2050, lo que hasta sería una buena noticia -la densidad de población es ya muy alta y con la tecnología de que disponemos se necesitará cada vez menos gente para vivir mejor- si no fuera porque la pirámide de población, al dominar los mayores de 65 años, lo hace inviable. La única alternativa a la inmigración es doblar el índice de natalidad -'más niños y menos extranjeros', reza la consigna lanzada por los conservadores-, pero parece que autonomía y bienestar de la mujer restringen su fertilidad.
Los líderes europeos saben que no hay otra opción que tratar de regular el flujo migratorio, pero no es empresa fácil. La medida más elemental sería ayudar al desarrollo de los países que expulsan mayor cantidad de emigrantes, pero, dados los altísimos índices de natalidad, a mediano plazo parece poco operativo. De inmediato no cabe más que controlar mejor las fronteras, incluyendo su vigilancia en una política comunitaria, tomar medidas económicas contra los países que dejen salir clandestinamente a sus ciudadanos y perseguir con mayor eficacia a las mafias que viven del traslado ilegal de trabajadores. Se comprende que la medida más eficaz, la eliminación progresiva de la economía sumergida, ni siquiera se plantee. Una política en este sentido pondría de relieve los muchos y variopintos intereses vinculados a este sector, que reaccionaría vigorosamente.
En fin, parece la salida más racional establecer cuotas de inmigración y seleccionar en el país de origen a los trabajadores que se contrate. En nuestro caso, con la ventaja de que podríamos favorecer la inmigración latinoamericana, pueblos con los que compartimos mucho más que la lengua. Aunque esta política pudiera chocar con la incapacidad de los Estados, al menos de algunos Estados, para llevar esta tarea con diligencia y eficacia, el escollo principal es que la economía sumergida no dejaría de abastecerse, como hasta ahora, de la inmigración ilegal. ¿O imaginan que una empresa oficialmente inexistente pueda pedir al Estado inmigrantes para su actividad sumergida?
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