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AGENDA GLOBAL | ECONOMÍA
Columna
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¿Refleja la Bolsa la situación económica?

Joaquín Estefanía

DURANTE MUCHO TIEMPO se extendió el tópico de que las bolsas de valores eran el termómetro de la economía. Ello fue en parte cierto en un mundo menos interdependiente que el actual. Pero ahora esa trivialidad se ha roto. A partir del momento en que el capitalismo popular llevó a las familias a situar sus ahorros en los mercados bursátiles, la Bolsa devino en un instrumento de crecimiento autónomo.

Mucho más en un país como Estados Unidos, en el que casi la mitad de las familias están presentes en las bolsas y en el que el efecto riqueza (la sensación de ser más rico de lo que en realidad se es, por las enormes plusvalías que se generaron en los buenos momentos de la nueva economía) ha formado parte de la cotidianeidad de los ingresos de bastantes ciudadanos. En la etapa dorada de la nueva economía, cuando las expectativas sobre el impacto de la revolución tecnológica en la coyuntura parecía no tener límite, Wall Street creció por encima de la propia economía americana. La Bolsa de Nueva York tenía crecimientos exponenciales, mientras el PIB aumentaba con fuerza de manera continua.

Los mercados son ahora más pesimistas sobre el futuro inmediato que los economistas o los analistas. La coyuntura, aunque renqueante, parece al alza, mientras que las bolsas de valores marcan un mínimo tras otro

Ahora está sucediendo lo contrario. La nueva economía se dio de bruces con la realidad, volvieron los ciclos económicos, las empresas advertían que iban a obtener menos beneficios de los previstos (o entraban en números rojos), y la Bolsa -a partir del 14 de abril de 2000- comenzaba una larga etapa de picos de sierra, con una tendencia casi siempre a la baja. Luego llegaron los atentados del pasado 11 de septiembre, que multiplicaron la incertidumbre y el pesimismo.

Pero desde hace unos meses, el ciclo da síntomas de haber remontado. Los datos del primer trimestre en EE UU son espectaculares: el PIB creció un 5,6%; la productividad se ha incrementado por encima del 8%; las subidas salariales se mantienen en porcentajes prudentes; los consumidores siguen gastando; las empresas reconstruyen sus existencias, y, aunque con modestia, muchas sociedades empiezan a aumentar sus beneficios. Hasta el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, se muestra optimista: entiende que el segundo trimestre del año no será tan dinámico como el primero, pero al mismo tiempo confirma la incidencia de las nuevas tecnologías sobre el crecimiento de la productividad.

¿Y la Bolsa? Se muestra casi totalmente renuente a estas buenas noticias. Sigue cotizando a la baja. Entre las razones que se citan de esa caída (y de la del dólar) figura la de que todavía no han purgado tanto tiempo de especulación y siguen sobrevaluados. Pero este argumento no debe bastar. Hay otros vectores, éstos de naturaleza política, que empujan en una dirección opuesta a los datos macroeconómicos. Por ejemplo, la campaña sobre la presencia de un terrorismo durmiente, que puede actuar en cualquier momento, genera alarma social y el miedo se adueña de muchos inversores. Por ejemplo, la continuación de la guerra en Oriente Próximo, que, entre otros efectos, podría dar lugar a una subida de los precios de las materias primas, y especialmente del petróleo. Por ejemplo, la apertura de una crisis nuclear entre dos gigantes asiáticos como India y Pakistán, etcétera.

¿Qué fuerza se debería añadir al vector más positivo para que éste se hiciese dominante y se quebrase la tendencia de continuos mínimos bursátiles? Seguramente, un crecimiento más nítido de los beneficios empresariales. Pero para ello ha de aumentar la credibilidad de los mismos. El ántrax más venenoso introducido en el sistema económico después del 11 de septiembre son las dudas sobre la presentación contable de los resultados de las sociedades, después del fraude de Enron y del fallo auditor de Andersen. A lo que se unen las sospechas sobre la fiabilidad de las recomendaciones de los departamentos de análisis de los bancos de negocios, como ha mostrado Merril Lynch.

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