El concierto 'anticapitalista' de Radio Boy pone brillo a la primera noche del Sónar
El grupo británico Pet Shop Boys escogió el festival para abandonar la originalidad
Si el Sónar fuese una carrera, podría decirse que la primera jornada, la del jueves, sirvió para calentar las piernas y preparar los músculos para lo que aún falta por recorrer. Con el festival funcionando aún a medio gas, por sus escenarios nocturnos pasaron Pet Shop Boys, que dejaron un sabor agridulce debido a una actuación que evidenció lo lejos que se encuentra ahora el grupo británico de sus mejores momentos de forma. Con Arto Lindsay jugando en campo contrario, lo mejor de esta primera jornada nocturna recayó en Matthew Herbert, que con su concierto 'anticapitalista' bajo el alias de Radio Boy puso la imaginación y el brillo que les había faltado a los cabezas de cartel.
Y es que los Pet Shop Boys tienen en su contra un pasado brillante en el que supieron conjugar la comercialidad de canciones inspiradas por el mejor pop con unos espectáculos inteligentes de inacabable elegancia. Al parecer cansados de este pasado, Tennat y Lowe escogieron el peor escenario posible para escenificar una reconversión a grupo convencional que en nada hace justicia a un pasado que se resiste a morir en la memoria de sus seguidores. Dijeron ser los nuevos Pet Shop Boys, pero en el escenario Sónar Club parecieron un grupo conceptualmente antiguo.
Si todo en ellos había sido sutileza y finura, lo visto en el Sónar se antoja banal, escasamente imaginativo y nada arriesgado, un concierto en suma lleno de lugares comunes y presidido por la aparente intención de parecer sobre escena una banda normal. Y lo lograron. Acompañados por cuatro instrumentistas, Tennat y Lowe dejaron claro que su carrera enfila hacia terrenos de apatía que ni sus mejores canciones, e hicieron varias, pueden sortear. La magia, ironía y clase que desplegaron antaño ya sólo es un pálido reflejo que sobrevive en la estupenda voz de un Tennat que asumió todo el protagonismo.
Concierto anticapitalista
Más tarde, y ya en el escenario Sónar Park, fue Matthew Herbert el encargado de recordar que en el Sónar pueden pasar cosas imprevisibles. A su concierto 'anticapitalista' se le pueden recriminar una cierta ingenuidad y un exceso de obviedades, pero de igual manera hay que alabar una ejecución impecable, un sentido del humor fuera de toda duda y una intención última nada común en el mundo de la música electrónica. El guión era sabido. Consistió en la manipulación y destrucción de iconos de nuestra sociedad de consumo, tales como paquetes de cereales, hamburguesas y latas de Coca-Cola. El sonido resultante era trasteado por Herbert para hacerlo cabalgar sobre escuetas bases rítmicas ora tecno ora house, y su divertido deambular de chiflado sobre escena hacía el resto.
Tal que un pillín haciendo trastadas, Herbert puso la nota de humor e inteligencia ante una audiencia que asistía divertida a un espectáculo al que sólo sobró que en una sobada concesión a la galería el británico también destruyese un compacto de Rosa de España.
Menos suerte, menos público y menos interés despertó Arto Lindsay, perejil de todas las salsas vanguardistas de Nueva York. Ya desde el comienzo se notó que la enormidad del recinto no iba ayudar en nada a su música, que jugó con la experimentación en la primera parte para luego deslizarse hacia la bossa heterodoxa que exhibe en su último disco. Acompañado por dos músicos, los matices y las dobles lecturas de su música se perdieron en un campo de juego que no era el suyo.
Durante la programación diurna fue destacable lo arriesgado que resultan los homenajes a las viejas figuras de la experimentación. La prueba fueron unos Tuxedomoon que pasaron por escena como una sombra de lo que fueron, protagonizando un concierto que no pasó de anecdótico. Lo que antes hería ahora sólo mueve a la entrañable sonrisa. Más estimulante fue la actuación de Christian Marclay, un pionero en el uso del giradiscos como instrumento más que como mero reproductor. Jugando con tres platos a los que aceleraba o reducía anormalmente la velocidad, rascando la aguja sobre los discos, golpeándolos con el puño o percutiendo con ellos sobre los platos, Marclay orquestó una sinfonía del error y del ruido, de lo aleatorio y de lo casual, que resultó muy estimulante. Y es que los platos no sólo sirven para poner discos, dijo con su actuación.
Finalmente, The Cinematic Orchestra casó convencionalmente jazz y electrónica en un concierto sólo bonito, y Timblelind jugó con atmósferas dub en una sesión que fue de lo mejorcito que pasó por la espléndida carpa del Sónar Dome.
Respecto a los visitantes, la asistencia a la programación diurna desbordó las previsiones y fue finalmente de 12.173 personas, unas 2.400 más que el mismo día en la edición del pasado año. Sucedió lo contrario en la programación nocturna, que contó con 8.734 asistentes, 3.400 menos que en la primera noche de 2001.
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