Hambre y retórica
El hambre en el mundo continúa percibiéndose por quienes no la padecen como cuestión mayormente humanitaria y de parecido grado de inevitabilidad que las catástrofes naturales. Es una de las razones del fracaso de reuniones como la actual de Roma, segunda edición de una declaración de buenos propósitos iniciada en 1996. Suscita tan poco interés el hecho de que cerca de 3.000 millones de personas estén infraalimentadas y que 800 millones padezcan hambre directamente, que a la sesión inaugural de esta segunda cumbre de la FAO -ella misma una organización burocráticamente hipertrofiada y gastosa- acudieron con cuentagotas los líderes de los países desarrollados. Los reunidos han aprobado por aclamación una declaración tan irreal como la alumbrada hace seis años, cuando se fijó el objetivo de reducir a la mitad el número de famélicos para 2015.
Que el hambre va de la mano de la guerra, la corrupción y el desgobierno, además de la falta de recursos agrícolas, es un hecho evidente que llama permanentemente a la puerta en diferentes partes del mundo. Pero también es palmario que el aumento de esta lacra planetaria se apoya en el espíritu peyorativamente caritativo y retórico con que se aborda por parte de quienes tienen los recursos políticos, económicos y técnicos para acabar con ella. Un espíritu que José María Aznar, en representación de la Unión Europea, reflejaba el lunes en Roma al señalar que los Quince son los mayores donantes en ayuda al desarrollo, aunque esa contribución se sitúe de media en un 0,25% del PIB frente al 0,7% fijado como objetivo por la ONU en 1996. Un lujo, de todas formas, respecto al irrisorio 0,15% estadounidense.
La solución al hambre es política y exige un compromiso radical de los poderosos. Los mismos, caso de EE UU o la UE, que mientras predican orgullosos sobre la globalización, el comercio justo o las excelencias del libre mercado, subvencionan a sus agricultores con cifras astronómicas que establecen una muralla infranqueable a las exportaciones de materias primas de los países menos desarrollados.
Naciones Unidas calcula que los más ricos destinan cada año unos 300.000 millones de dólares a subsidiar su agricultura, lo que coloca a los campesinos de los países subdesarrollados en una situación de desigualdad endémica e imposible competencia. Es solamente una cara de la moneda. La otra es que ese mismo mundo, al que pertenecemos, es en sí mismo una fortaleza con frecuencia impenetrable, a través de barreras proteccionistas, para las exportaciones de los desheredados. Así, el círculo se cierra.
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