25 años después, otro Adolfo Suárez
Quizás sea prurito de historiador o tal vez nostalgia generacional, pero me resultó hiriente ver al PP reivindicar el centrismo cuando presentó al hijo de Adolfo Suárez como candidato a presidir la Junta de Castilla-La Mancha. Justo ahora que se cumplen los 25 años de que su padre, tras legalizar al PCE, convocase las primeras elecciones democráticas después de la dictadura
Quizás sea prurito de historiador o tal vez nostalgia generacional, pero me resultó hiriente ver al PP reivindicar el centrismo cuando presentó al hijo de Adolfo Suárez como candidato a presidir la Junta de Castilla-La Mancha. Justo ahora que se cumplen los 25 años de que su padre, tras legalizar al PCE, convocase las primeras elecciones democráticas después de la dictadura. Tiene su hijo derecho a elegir -!faltaría más!- la opción política que desee, pero no tanto a propiciar la mixtificación del proyecto y la política de su padre que nada tuvo que ver entonces con el conservadurismo ancestral de AP, ni hoy con el sedicente centrismo aznarista. Es más, nadie vapuleó tanto al presidente Suárez como la derecha económica, social y política de los 70.
La transición fue un proceso colectivo con cesiones por parte de todos, aunque más por la izquierda puesto que su posición era obviamente más débil, lo cual le confiere un carácter evolutivo, cambiante e indefinido además de insatisfactorio en parte, pues de los planteamientos iniciales a los resultados finales medió un buen trecho. Precisamente por esa indefinición de los proyectos y su perfil cambiante (de hecho las elecciones de junio del 77 no fueron a Cortes Constituyentes y acabaron siéndolo) es por lo que caben algunos protagonismos basados en la aptitud para el cambio, la cesión y el pragmatismo. El de Suárez es uno de ellos y sin duda, determinante. Porque pocos en la derecha habían entendido que la continuidad del capitalismo hispano pasaba por su reforma y ésta por la existencia de interlocución social y pactos. De ahí las resistencias constantes a cualquier iniciativa al respecto, los permanentes movimientos de desestabilización de Suárez desde sus propias filas o la visible derechización de UCD desde 1978, especialmente vivida en Valencia. Abundan los ejemplos: la inicial oposición de AP al proceso constituyente, la contestación castrense al sistema autonómico, la reacción eclesial en temas como el divorcio o la educación, los ataques de la CEOE a la reforma fiscal o a los Pactos de la Moncloa... Vale la pena subrayar esto último porque en cierta medida, esos pactos fueron el crisol del centrismo suarista y ejemplo del calvario a que fue sometido por la derecha social y económica.
En los Pactos de la Moncloa se sustancian claves del tránsito desde aquel capitalismo lastrado por sectores monopolistas e incapaz de competir en mercados internacionales, a un sistema integrado en la CEE que era su única solución de continuidad. La integración requería reconversión, ajustes y reformas y todo ello democracia. No ya porque fuera condición previa al ingreso, que lo era, sino porque sin ella resultaba imposible acometer las reformas necesarias. La legitimidad de un proyecto que implicaba renuncias y sacrificios sólo podían darla la izquierda y los sindicatos. Porque frenar la inflación, ganar competitividad, reconvertir el aparato productivo o invertir en infraestructuras, requería moderar salarios, reajustar plantillas o endurecer la política monetaria. Imposible hacerlo sin el concurso de los sindicatos y los partidos de la izquierda. Estos trataron de dar al proceso un sesgo progresista forzando la ampliación de las redes de protección social e incrementando las funciones redistributivas de un Estado hasta entonces poco menos que inexistente al respecto, con especial mención en el campo educativo. En ello consistía el Pacto, reconversión a cambio de Estado del Bienestar. Y en ello radica la mejor versión del centrismo, en su voluntad de pacto, en hacer del 'consenso' un valor social.
Sin embargo, la derecha económica no se identificó con el método y menos aún con el proyecto. Así, interpretó que la ampliación de funciones del Estado debía primar sus objetivos e intereses y apenas un mes después de la firma de los Pactos clamaban contra la presión fiscal y demandaban todo tipo de subvenciones. La CEOE no se contentó con forzar la dimisión de Fuentes Quintana, sino que apoyó abiertamente a Fraga contra Suárez. Por no hablar de cómo la banca se desentendió de la reconversión industrial, de qué irreal plan energético diseñaron las eléctricas, etc. Baste decir que al final, el programa de Moncloa (reconversión industrial, inversión en infraestructuras, universalización de prestaciones y servicios, etc.) configuró el núcleo de las políticas del PSOE años después. A Suárez no le dejaron 'los suyos' hacerlo porque jamás lo sintieron como 'suyo'. Ni a él ni al centrismo.
Es en ese sentido en que, pese a la desmemoria actual, no puede confundirse el centrismo suarista con los innegables avances democráticos de la derecha española y su legítimo deseo de ampliar sus bases sociales y electorales. No es ya que les diferencien concepciones ideológicas de gran calado como el papel que el proyecto de Suárez reservaba al Estado, sino sobre todo el talante integrador y nada excluyente que por vez primera en la historia tuvo un gobierno de derechas en España. Algo que ese 'centro reformista' que se inventaron en 1998 no parece tener. Aquel talante partía de la convicción de que la mejor reforma era la reforma pactada, cosa que contrasta con la imposición de las reformas educativas del PP o ahora mismo, con la del sistema de protección del desempleo. Siguen interpretando que aquello era muestra de debilidad y prefieren la áspera confrontación, la descalificación que a veces alcanza niveles institucionales y el recurso a la mayoría absoluta. ¿Centrista el PP? Más bien, heredero de quienes hace 25 años propiciaron el naufragio del centrismo suarista.
Joaquín Azagra es profesor de Historia Económica de la Universidad de Valencia.
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