Contra una concepción de la mayoría
Se van estrechando los márgenes aparentes para la disidencia en este país. Los grandes titulares de estos días intentan apabullar hablando de inmensas mayorías, de casi unanimidades entre nuestros representantes políticos en el momento de aprobar la ley que ilegalizará a la organización política Batasuna. Me hubiera gustado ver la cara de algunos buenos amigos míos que ocupan sus escaños en el Congreso de los Diputados, en el momento de votar la ley. Quizá alguno coincidió con lo que un diputado se atrevió a manifestar en público: como ciudadano corriente no estaba de acuerdo en votar la ley, pero como político no tenía más remedio que votar a favor. Quizá a las contradicciones de esos diputados se refería el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, el pasado martes cuando, en su conferencia sobre la política, dijo que las convicciones deben dejar paso a veces a la moral de la responsabilidad.
Pues bien, estoy encantado de no tener que hacer tantos saltos mortales y piruetas morales. Me congratulo de ser minoría, y me apunto a las reflexiones del alcalde de San Sebastián o de los obispos vascos. Incluso me gustaría, sin que sirva de precedente, ser por un instante obispo de Mondoñedo, por ejemplo, y poder adherirme a la pastoral de los obispos vascos como dice que hará el prelado de Pamplona. Y todo ello lo digo al margen incluso del tema específico que se está debatiendo. No comparto la idea de que se avance hacia la paz en el País Vasco ilegalizando a Batasuna y aprobando una ley que, con todas las cautelas que se han introducido, continúa siendo de dudosas oportunidad y eficacia, como probablemente acabaremos comprobando. Desde mi punto de vista, lo que está en juego es una concepción de la democracia como unanimismo y coartada del decisionismo que no comparto, y que me gustaría ver asimismo puesta en cuestión por los partidos de la oposición.
Me preocupa, siguiendo a Arendt y Lefort, que estemos construyendo una especie de comunidad identificadora, a la que el Partido Popular apunta desde hace tiempo, y en la que el PSOE y CiU se han ido dejando arrastrar por razones diversas, en la que lo único que acaba reforzándose no es la democracia, sino una versión autoritaria de la misma. A diferencia de lo que apunta el PP, la integración del país, la consolidación de la democracia en España, no puede construirse desde las semejanzas y las adhesiones inquebrantables, sino a través de las diferencias, buscando la legitimación en la continuada tolerabilidad de las divergencias.
Se ha dicho muchas veces, pero conviene insistir en ello, que una sociedad viva y moralmente activa es una sociedad que acepta el conflicto, que no tolera el unitarismo como bandera. La fuerza de la democracia reside en la aceptación institucionalizada de su posible puesta en cuestión, y ya tenemos el código penal para quienes se extralimiten en los usos de esos márgenes de maniobra. A uno le sorprende esa especie de visión sagrada del consenso de las mayorías, que anatematiza a todo aquel que se atreve a disentir, y que más enojo provoca cuanto más cerca se considera a los disidentes del poder constituido, léanse los prelados vascos o esos jueces del Tribunal Supremo que se han atrevido a distinguir terrorismo de apología.
Por otra parte, ¿tengo derecho a preguntar de que demos estamos hablando cuando afirmamos que una inmensa mayoría de los españoles está de acuerdo en la ilegalización de Batasuna? Ese famoso 95% de los diputados representa aproximadamente al 50% de la población española con derecho a voto. Si cambiamos de delimitación territorial y nos referimos a las circunscripciones electorales en las que Batasuna obtiene representación, el demos mayoritario resulta que se muesra claramente reacio a la ilegalización. Pero al margen de cifras, pienso que es en la plena aceptación de la disidencia donde reside la grandeza del proyecto democrático, de esa democracia siempre inacabada, que no se agota en el derecho vigente. Aunque sólo el 5% de nuestros representantes discrepe, bienvenida sea esa discrepancia. Y si además esa disidencia se expresa con la seriedad y la moderación de los obispos vascos, aún mejor. ¿Es 'perversa' la actitud de quienes piden más comunicación política? ¿Es 'perverso' afirmar que dialogar no puede confundirse con claudicar? ¿Puede calificarse de 'perverso' alguien que recuerda que en aras de la seguridad pueden peligrar las libertades? Cualquiera que lea el texto completo de los obispos, puede darse cuenta del mensaje profundamente antiviolento y conciliador del mismo. Las preguntas que surgen de la lectura del mensaje son evidentes: ¿quieren ustedes de verdad la paz? ¿Creen realmente que ilegalizando Batasuna se avanza hacia ese objetivo prioritario? ¿No están ustedes dando prioridad a otros objetivos? No es cierto que no ilegalizar Batasuna sea cruzarse de brazos. Los obispos mencionan a los movimientos sociales que, anteponiéndose a las diferentes sensibilidades políticas, tratan de abrir caminos a la paz.
No golpeemos con mayorías pretendidamente homogéneas a minorías que con su sola presencia legitiman la vitalidad y la legitimidad democrática. A diferencia de lo que muchas veces se cree, lo que cohesiona y vertebra una sociedad es el conflicto. En la disidencia, se reconoce al otro. No puede haber nada más paralizante y anestesiante para una sociedad que el afirmar, como hacen los populares, que 'todos somos nosotros'. En el conflicto aparecen los intereses diversos, el antagonismo real de unas situaciones sociales en absoluto equitativas. Y es en el conflicto donde se reconoce a los otros, y en ese reconocimiento de la diversidad es donde reside el efecto civilizador, fundacional de una sociedad, de un espacio público, un espacio de todos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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