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Columna
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Conveniencias

Cuando se presentó el anteproyecto de la Ley de Partidos y hubo voces que plantearon sus posibles consecuencias negativas, el partido del Gobierno, y el propio presidente Aznar, respondieron airados, invocando a los principios y tachando a quienes cuestionaban la conveniencia de la nueva ley de tibios y otros adjetivos más contundentes. Parecía improcedente hablar de la conveniencia de la ley, sopesando sus consecuencias, como parecía también improcedente cualquier crítica tanto a la totalidad de la ley como a aspectos parciales, ya que ésta era presentada como un fiel que deslindaba de forma nítida el campo de los defensores de la vida y el de sus enemigos. Daba igual que las objeciones se plantearan precisamente, con acierto o no, en defensa de la vida, pues el anatema no admitía réplica, y se invocaba para ello a los necesarios principios democráticos, cuya integridad quedaba fuera de todo cálculo. Lo que no obsta para que esos principios democráticos se relativicen luego al tratar de otros asuntos igual de relevantes, como pueden serlo la seguridad o la inmigración.

De cualquier forma, cuesta creer que la nueva ley naciera virgen de cálculo o sin que se sopesaran sus consecuencias, de que surgiera al margen de toda conveniencia. Y cuesta creerlo, porque han pasado veinte años de más que sospechosa connivencia y colaboración entre un partido político y una organización terrorista antes de que se tomara una iniciativa de esta naturaleza. Se podrá argüir que las pruebas de esa complicidad orgánica son ahora más concluyentes, aunque no es preciso hacer grandes esfuerzos de memoria para recordar actuaciones de Batasuna, mucho más descaradas que las de hoy en día, que podrán constituir dentro de nada motivo para su ilegalización. Pudiera ser que la sociedad española no estuviera aún madura para asumir una reforma de esta importancia, o que se mantuvieran ciertas expectativas sobre la evolución de la situación vasca, mucho más crítica que en el momento actual, que la hicieran improcedente. Serían así motivos de conveniencia los que desaconsejaban la reforma de la ley y la previsible ilegalización de Batasuna, y si el PSOE fue incapaz de afrontarla, el PP ha tenido que esperar seis años para hacerlo. No parece, por lo tanto, que los reparos sobre su conveniencia sean novedosos, y si los principios han podido esperar tanto tiempo, tampoco cabe escandalizarse porque haya quienes sospechen que su aplicación actual se deba a razones de oportunidad.

Sea como sea, no parece en principio cuestionable que la sociedad se defienda e impida que se constituyan grupos políticos que utilicen sus instituciones para delinquir, no ya para ir contra ellas, que bien pudieran hacerlo, sino para amparar, potenciar e incluso financiar a grupos armados que atentan contra la vida y los bienes de los ciudadanos. Y cuando una sociedad lleva algunas decenas de años padeciendo esa lacra, y son más que indicios los que se le presentan de la utilización criminal de sus instituciones democráticas, parece razonable que trate de refinar su propio funcionamiento para evitar que puedan darse actuaciones de esa naturaleza. Pueda ser que esas medidas no basten para acabar con los grupos que delinquen, pero para eso están también la justicia y las fuerzas de seguridad. En aras de la probidad del propio sistema político, y de la limpieza democrática, la medida parece pertinente. El problema surge cuando ésta se plantea como una medida instrumental para acabar con el terrorismo de ETA. Planteada de esta forma, y así lo ha sido, es imposible evitar que se cuestione su conveniencia, su oportunidad y hasta su oportunismo.

Son, por supuesto, los nacionalistas vascos quienes más han apelado a la inconveniencia de esa ley. Planteada como una medida instrumental contra el terrorismo de ETA, sus reparos son discutibles, pero el tiempo dirá si son o no acertados. Aunque hay algo que se echa de menos, y mucho que resulta de más, en los reparos y la actitud de los nacionalistas. Se echa de menos una mayor sensibilidad para tomar en consideración medidas que, además de garantizar el buen uso de las instituciones, actúan contra una organización criminal que siembra el terror en la mitad de la población vasca. No es admisible que los nacionalistas se hayan cerrado en banda ante la ley sin entrar siquiera a discutirla. Y lo que resulta de más es la naturaleza autocumpliente de la profecía nacionalista: la inestabilidad y crispación que anunciaban como consecuencia negativa de la ley la están creando ellos, no los del mundo del terror. Y el palio episcopal con el que se han cubierto para culminar su sanción, los retrata como lo que son: una ideología ansiosa de hallar en lo sagrado la legitimidad que aún desconfía de encontrarla en la ley: en la legalidad democrática.

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