25 años de nuestra democracia (Excesos y defectos)
El autor señala que la 'socialización en los valores democráticos' sigue siendo la 'gran asignatura pendiente' en España.
En los aledaños en que nuestro país conoce la celebración de la fecha en que pudo llevar a cabo las primeras elecciones generales de nuestra establecida democracia, acaso no resulte baladí una serena meditación sobre su decurso histórico, con especial énfasis en aquello en lo que se ha excedido y aquello otro que todavía tiene pendiente. Tómelo el lector como reflexión científica personal y, sobre todo, aleje de su mente cualquier conato de afirmación dogmática.
Cuando allá por los años veinte del pasado siglo Kelsen se pregunta por la esencia y valor de la democracia, asestando un duro e inesperado golpe a la forma liberal de la misma, y, sobre todo, en los años que inmediatamente siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial, todavía sobre la Europa humeante y dividida que dicho evento dejara, es cuando se van a producir dos fenómenos del mayor interés. En primer lugar, la llamada babelización del término. Son pocos los países que, antes de la citada guerra, gozaban de auténticos sistemas democráticos de gobierno. No se olvide que el fenómeno del totalitarismo nace condenando a la democracia liberal, al juego de partidos, al parlamentarismo y, sobre todo, con la vitola de 'lo moderno'. Esto es difícil de entender hoy, pero así fue. Por ello, ante el triunfo de las democracias, surge la gran corriente de asumir su nombre, incluso por aquellos países que de ningún modo la practicaban. Sabido es que España fue uno de los países que, utilizando el adjetivo de 'orgánica', se subió al carro. Y, en segundo lugar, los científicos de la política, sociólogos y demás pensadores se lanzan a una tarea nada fácil. Al por qué había podido triunfar el totalitarismo en gran parte de Europa sucede la pregunta de en qué consiste realmente la democracia.
Por esta confusión, nuestra democracia se está quedando sin valores, sin techos y sin suelos
Únicamente ahora, más de 20 años después, se nos dice que lo importante es la educación
Y en este punto es donde se cruzan las opiniones más variadas. Desde la más lejana e interesada respuesta de una 'vía africana a la democracia' (en ella sobra un segundo partido porque éste es el colonialismo contra el que hay que luchar) hasta las famosas y distintas versiones de la llamada 'teoría elitista de la democracia' (Schumpeter, Lipset y casi toda la bibliografía norteamericana de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo), según la cual vivir en democracia consiste exclusivamente en la posibilidad de recambio de élites en el ejercicio del poder.
Tras muchas vueltas al asunto, es posible la conclusión de que en la actualidad democracia consiste fundamentalmente en dos supuestos: la posibilidad, jurídicamente establecida, de que los ciudadanos (no ya súbditos) puedan elegir a sus gobernantes cada cierto tiempo y la posibilidad, idénticamente formulada, de que los gobernados o sus representantes puedan ejercitar el control de quienes gobiernan a través de varias fórmulas que pueden llegar a su sustitución. Y punto. De aquí que, en Estados Unidos, puedan ser demócratas quienes defienden la pena de muerte o la segregación de los negros, en Gran Bretaña, quienes prefieran un sistema educativo profundamente elitista y hasta con castigos físicos en los primeros años.
A estos dos supuestos, la doctrina europea (ahorro al lector los nombres) añadió, hace algunos años, la existencia de una 'mentalidad democrática', como contrapuesta a la autoritaria. El respeto al distinto y a lo distinto, el valor del consenso, la primacía por el diálogo, etc. Se trata de algo que debe estar en la base de la democracia precisamente para que la democracia dure. Y algo, claro está, que no cae del cielo, sino que hay que hacer, construir y fomentar desde los primeros años a través de la educación, la familia, los medios de difusión, etc. Nadie nace demócrata: se hace demócrata.
Pues bien, recapitulando el acaecer de nuestros veinticinco años en democracia, tenemos que hablar de exceso y defecto.
Exceso, porque hemos ido mucho más allá de lo que el ámbito de la democracia contiene. Hemos trasladado su esquema de funcionamiento (sufragio universal y protagonismo de partidos políticos) a esferas en las que el principio democrático o no cabe o, al menos, tiene que ser compartido con otros más importantes. En la Universidad lo que debe imperar es la meritocracia. En la Iglesia es el don de la fe, que, no lo olvidemos, es un don gratuito. En el Ejército, el sacrificio por la Patria, la obediencia y la disciplina. Todos estos terrenos han sido tocados por la 'sacralización de la democracia'. Y lo sagrado, lo intocable, es precisamente lo más opuesto a lo democrático. También resulta duro de escribir, pero es así. Nadie somete a votación si el hidrógeno más el oxígeno produce agua. Como en el terreno deportivo nadie somete a votación entre el público si un buen tiro de Raúl que engaña al portero y cruza la línea de la portería es un buen gol o un atentado terrorista.
Por esta enorme confusión, nuestra actual democracia se está quedando sin valores, sin techos y sin suelos. Parece un páramo en el que todo vale. O nada vale nada. Y ante este panorama, no debe extrañar que para no pocos sea lo mismo no tener sindicatos que padecer unas juntas de gobierno o unos claustros universitarios absolutamente sindicados. En ninguno de los dos casos se engendra una decisión justa o una pacífica convivencia. El derrumbe de cascotes que origina el diluvio de la confusión está impidiendo llegar a la verdad razonable. O, al menos, la que proporciona fuerzas para seguir el camino. Porque hasta los senderos se están diluyendo ante tanta demagogia.
Y el defecto. Hemos aludido a la tarea de 'hacer demócratas'. Ciudadanos libres, tolerantes y con alto grado de cultura cívica. Allá en 1980, en un artículo publicado en una revista científica, ya quise poner de manifiesto que con la Constitución y las leyes no era suficiente. Que era urgente poner en marcha una socialización o educación política en democracia. Citaba los contenidos más urgentes y enumeraba las instancias en las que esta auténtica empresa nacional habría de desarrollarse, recordando, en primer lugar, la educación. Traía a colación la célebre frase de Platón: 'Lo que quieras para la ciudad, ponlo en la escuela'. Había que hacer demócratas y no únicamente cubrir el solar patrio de parlamentos y defensores del pueblo.
Pero, como bien suele decir el profesor Murillo, si en este país uno pretende que algo permanezca en el más absoluto secreto, lo mejor es escribirlo en cualquier libro científico. No olvidemos que la mediocridad que nos empapa afecta a todos. A tirios y troyanos. Por eso, la socialización en los valores democráticos a que antes hemos aludido sigue siendo nuestra gran asignatura pendiente. Por no hacerse, ni se enseña la Constitución a nuestros bachilleres (¿se siguen llamando así?). No sabe uno el destino de tantos licenciados en Ciencias Políticas.
Únicamente ahora, más de veinte años después, cuando aumenta la inseguridad ciudadana, la droga es moneda común entre jóvenes, el problema de los inmigrantes enseña sus claros brotes de racismo, la enseñanza es lamentable y las universidades nacidas por clonación se quedan vacías, únicamente ahora, repito, se nos dice que las medidas represivas no valen y que lo importante es la educación. ¡Ahora! Es decir, querido lector, que hay que esperar a que los bisnietos de quienes actualmente desempeñan el poder sean mayorcitos para poder hablar de ciudadanos demócratas. Porque, no se dude, serán descendientes de quienes ya lo poseen. Con algunos nuevos cambios en los nombres de las calles y quizá con Gibraltar a punto de caer 'como fruta madura'.
¿Aguantará tanto el edificio construido con ilusión hace veinticinco años?
Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.
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