Evaluar al evaluador
Junio es para la mayoría de los universitarios sinónimo de exámenes, desvelos, inquietud y nervios a flor de piel: ha llegado ese gran momento en el que es preciso jugarse a una carta el fruto del trabajo, el esfuerzo, las privaciones y los sacrificios realizados a lo largo de varios meses.
Es la hora de la verdad; la verdad de los profesores, que decidirán con sus exámenes el futuro inmediato, y en ocasiones el rumbo definitivo que habrá de tomar la vida de sus alumnos. Ellos -los alumnos- se sentarán estos días en las aulas, serán juzgados, y luego aguardarán el veredicto.
Pero, ¿quién juzga a los profesores? ¿Quién decide si han cumplido ellos también con su parte, dando lo mejor de sí mismos y esforzándose en ofrecer una enseñanza de calidad?
El ilustre filósofo y profesor Emilio Lledó decía en una reciente entrevista: 'En España, por desgracia, padecemos una escuela y una Universidad de bajo nivel desde hace mucho tiempo, y así seguimos'.
Una opinión sin duda discutible (nuestras universidades han hecho notables progresos en los últimos tiempos), pero que en cualquier caso pone de manifiesto la necesidad de seguir mejorando. Incluso los políticos se han dado cuenta de ello, aunque no acierten a proponer soluciones sencillas, económicas, eficaces y unánimemente compartidas.
Las mejores universidades del mundo -algunas de ellas en nuestro país- llevan años evaluando la calidad de la docencia mediante la realización de encuestas en las que los estudiantes valoran distintos aspectos de las clases que reciben.
Aun cuando es posible que algunos no aprovechen convenientemente la oportunidad que se les brinda, se ha comprobado que en general esta práctica contribuye a corregir deficiencias y a elevar el nivel de la educación.
Los resultados están ahí para demostrarlo.
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