Malas compañías
Debajo del puente de Juan Bravo, en un escaso espacio de tierra rodeado por la Castellana, por las dos carreteras que suben y bajan de Eduardo Dato, un grupo de estudiantes se reúne invariablemente todos los días. En invierno se refugian allí del frío; en verano, del sol implacable de estos últimos días de curso, el sol que promete unas vacaciones que están a punto de llegar. Es el lugar menos encantador del mundo, los coches circulan por encima de sus cabezas y por los lados, el ruido de los motores apaga las risas y las conversaciones. Son los alumnos de bachillerato del instituto Fortuny. Los veo a diario.
Veo a las chicas, fumando más que ellos, veo algún corrillo pasándose un porro. Todos se parecen a todos. En los chicos se adivinan los primeros rastros de una barba todavía escasa, y las chicas, con camisetas estrechas, muestran todo su esplendor, su voluptuosidad. Adivino en ellos, por su manera de vestir, por su actitud, una corriente, aún tremendamente confusa, de pensamiento, en el que conviven ideas antiglobalización, cierto antiamericanismo primario, simpatía por los países pobres. Alguno ha leído el libro No logo, otros dicen que lo han leído y otros se limitan a pensar lo que piensan los más enterados. Los días de fiesta frecuentan bares de kebah, los bocadillos de cordero y yogur, desean practicar su apertura al mundo, sueñan con tener un billete de inter-rail para recorrerse Europa en verano, les gusta eso indefinible que se llaman las músicas alternativas, les gusta Manu Chao, corren a comprar el recopilatorio de Siniestro Total, abominan de Operación Triunfo, tienen una tendencia en el vestir ligeramente hippy, aunque mezclada con un aire pop que les hace más modernos que los hippies de entonces. Poseen la voluntad de ser de izquierdas, unos se definen como ácratas, otros guardan panfletos de partidos comunistas de militantes contados, todos van a las manifestaciones contra la ley universitaria.
Hay muchas faunas entre los jóvenes que forman la masa estudiantil, pero éstos se distinguen por tener inquietudes políticas o cívicas. Y eso les hace sentirse orgullosamente diferentes. La mayoría, no me atrevo a decir que todos, no cree en Dios, y ese desapego a las creencias religiosas no les ha creado ninguna tortura interna porque en sus casas no les han pedido cuentas, probablemente algunos no hayan pisado la iglesia desde su primera comunión, y otros, ni tan siquiera estén bautizados. Si saben alguna historia relacionada con curas será porque se la han contado sus padres. El término progre ha quedado fijado en la generación de los setenta, pero estos jóvenes quieren representar una nueva progresía más abierta y, por tanto, más confusa ideológicamente que la de entonces.
Estos jóvenes se están haciendo adultos pateándose la gran ciudad. Sus padres hemos vivido el temor, cuando cumplieron doce, de comenzar a dejarles viajar en el metro solos o de ir ampliando el horario nocturno. Fueron niños de Madrid, muy controlados, que dependían de nosotros para ir a tal o cual cumpleaños, niños prisioneros de la gran ciudad, pero, paradójicamente, eso mismo les ha hecho jóvenes más libres. En Madrid han vivido ajenos al nacionalismo de cualquier tipo: no creo que ninguno de ellos se plantee ni dos minutos su pertenencia a una patria; al contrario, son de los que creen en la apertura de fronteras. Si muchas veces pensé, cuando mi hijo era pequeño, que la vida de esta ciudad no era la más idílica para la niñez, ahora siento -muchos sentimos- la alegría del precio pagado. La alegría de que aquí es mucho más fácil que un joven sea libre. Libre de la presión social, de la violencia, libre de los curas, de los obispos, libre de las mezquindades de los políticos locales, libre para estar contra Álvarez del Manzano y poder decirlo en voz alta, libre para no fiarse de todo aquello que esté respaldado por la Iglesia, porque, ¿qué tipo de ideología imposible comparten los jóvenes que creen ser radicales y extorsionan y amenazan y celebran la muerte con los curas que dicen predicar la doctrina de Cristo? Más que orgullo de vivir en Madrid, yo diría que siento verdadero alivio de que mi hijo no tenga que verse condicionado por compañías ideológicamente perversas. Eso, por las malas compañías. Y lo digo sin complejos.
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