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Crítica:L. KRAVITZ | ROCK
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El túnel del tiempo

Diego A. Manrique

El Schweppes Urban Mix, popularmente conocido como 'el festival de la hormigonera', ha tenido gloriosos aciertos en su programación musical, pero la traca final fue otra cosa. Fue ¡una experiencia total! Fue como viajar en la máquina del tiempo rumbo a, digamos, los años setenta.

Lo más característico de los conciertos de aquellos tiempos estaba allí, reunido para el deleite de los nostálgicos. Las largas colas para entrar, los policías nacionales ceñudos, los retrasos de los artistas, los inadecuados recintos para la música... Y la propia música, claro, que no hubiera desentonado en aquella época, con unos intérpretes que lucían recién salidos de saquear una 'boutique' del Haight-Ashbury, en el San Francisco jipi.

Macy Gray, Lenny Kravitz

Palacio de Vista Alegre, Madrid, 2 de junio. 29 y 36 euros.

Macy Gray se presenta con una burbujeante banda mixta e interracial que incluye hasta un DJ, único recordatorio a lo largo del concierto del año en que vivimos. Tiene menos de una hora para estrenar su música en España y su consigna es la fiesta, aparte de la Sexual revolution, título de una canción que interpreta tumbada en el suelo, con el pie del micrófono entre las piernas y movimientos ad hoc. El público, preparado para la ola mexicana y el juego de prender encendedores, entra a gusto en la propuesta de Macy, ese combinado de rock, soul, funk e hip hop. Hay menos psicodelia que en los discos y su voz parece incluso tener más cuerpo (pero puede ser una alucinación sonora). Al final, el capricho cíngaro de Oblivion, que hubiera servido como perfecto pasacalles si en el albero de Vista Alegre se hubiera podido mover alguien.

Imagen calculada

Lo que en Macy Gray parece simpática espontaneidad de colgada, en Lenny Kravitz es imagen calculada al milímetro y 'espejito, espejito, dime quién es el más guapo descendiente de los dioses de Woodstock'. Tan buen actor que hasta, oh, muestra sorpresa cuando irrumpen en el escenario Macy Gray y unas niñas, vírgenes vestales del nuevo culto, a entregarle flores ya que es su cumpleaños (a juzgar por la música que toca, calculo que cumplía los sesenta). El personal se enternece y canta el Happy birthday. Y es que la adoración que despierta Lenny evidencia que el truco del super spade eléctrico, sex symbol a lo Jimi Hendrix, sigue causando estragos entre el público blanco. Sólo que aquí no hay posible comparación musical: respaldado por una muralla de amplificadores Marshall, con proyecciones de vidrieras catedralicias, Lenny escenifica sus riffs reciclados sin que fallen las poses, los detalles indumentarios, los peinados 'afro'.

El ritual es tan agobiante que se agradecen como genialidades los cambios de registro hacia el material más soul, cuando suena el Hammond o aparece un saxofonista. Entre tanta impostura naufragan las canciones aprovechables del señor Kravitz. El saberse minoría en una masa delirante hace que el cronista se calle su sospecha: aquí hay más trampa y cartón que en un show de Operación Triunfo.

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