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Columna
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Asombros

Juan Villoro

El espectáculo que suspende las respiraciones del planeta es en España un show clandestino. Los especialistas informan que cuatro mil millones de espectadores ven maravillas que aquí llegan codificadas. ¡Cómo extrañamos los países pobres donde la vitrina de cualquier tienda de electrodomésticos tiene una pirámide de 30 televisores que transmiten el partido! Tendremos que resignarnos a los resúmenes de goles que son como anti-novelas policiacas donde sólo sabemos quiénes fueron los asesinos. Cosa rara, Francia-Senegal ocurrió ante nuestros ojos. A esta extrañeza se agrega el descubrimiento de supersiticiones compartidas por Senegal y Camerún: el entrenador de gran melena, que funge de león simbólico, y la danza en torno a la camiseta del anotador, convertida en rápida fogata.

La victoria de Senegal recordó el triunfo de Camerún sobre Argentina en la inauguración de Italia 90. En ambos casos el gol solitario cayó por una pifia y el campeón vigente fue desafiado por un fútbol que promete vistosas depredaciones: gacelas imaginadas por un tigre. Nadie esperaba que perdiera Francia. Pero esto apenas tiene que ver con la verdadera sorpresa del partido. Senegal ganó con justicia; sin embargo, Francia es mejor equipo, y no me refiero a su historial, sino a sus 90 minutos de avasallante e infructuoso poderío. El asombro profundo del juego deriva de una paradoja: los campeones mostraron su entrega y su jerarquía y su técnica, y perdieron. Hay razones para especular en la caída (la ausencia de Zidane, el cuestionable papel de Thuram como lateral ante expertos en descolgadas, la terrible mala suerte), pero lo que engrandece la aventura es que Francia no se derrumbó de repente, sino que dominó con ambición sin merecer ganar en momento alguno. No estamos ante una sorpresa fácil ('los buenos jugaron mal'), sino ante el increíble heroísmo de la debilidad. En los grandes días, el fútbol tiene que ver más con el misterio que con la calidad. Senegal se enfrentaba a un equipo que no iba a dejar de ser mejor; no podía apostarle a la fortuna ni a los calambres en las piernas del rival. Su hazaña dependía de recuperar la condición central del heroísmo: superar al adversario siendo más débil. Los pases al hueco, las carreras por las estepas sin dueño, las atajadas del portero, los arabescos suicidas contra tres defensas eran tareas para seres comunes en trance de excepción. Senegal ganó como marca la épica, contra los que demostraron ser más poderosos. Al límite del campo, Zidane, como el vencido Aquiles, vio el trabajo de los hombres, y se tapó los ojos.

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