Corazón repartido
La adopción del niño Alosa por un cura cuestiona los argumentos eclesiásticos sobre celibato y familia
La Iglesia romana exige a sus clérigos 'una continencia perfecta y perpetua para tener un corazón entero al servicio de Dios y de los hombres'. Lo dice el canon 277 del Código de Derecho Canónigo, la más exacta exaltación del celibato [vida soltera] entre los eclesiásticos católico.
Antes y después de ese canon hay alusiones a 'casos particulares sobre el cumplimiento de esta obligación', que pueden interpretarse como excepción a la regla, pero ninguna menciona que un cura pueda adoptar a un niño y convertirse en padre de familia con todas las consecuencias. Y eso que el Código vaticano desciende a detalles de todo tipo, incluso para definir la condición canónica de las personas físicas, o sobre cómo deben registrarse, y dónde, los niños bautizados [si se trata de un 'hijo de vagos', su lugar de origen es aquel donde ha nacido; y si de 'un expósito, el lugar donde fue hallado'].
Lo cierto es que a partir del principio de que lo que no está prohibido está permitido, el párroco de El Espinar (Segovia), Valentín Bravo, ha podido lograr todas las bendiciones de sus superiores para formar familia con Aleksey Gromiko, el niño bielorruso de 8 años que ya le llama papá. Se trata de una historia ejemplar, sin duda, también muy excepcional, pero el hermoso gesto del cura Bravo cuestiona alguno de los principios más tenazmente sostenidos por la jerarquía romana para defender la ley del celibato.
El primero de ellos, como dice el código, es el de tener 'un corazón entero' para la Iglesia: dedicación plena y absoluta, desde todos los puntos de vista. Por eso el código contempla que los diáconos, que pueden casarse, recibirán retribución aparte para sostener a su familia salvo que tengan una profesión civil que les permita 'proveer a sus propias necesidades'.
Si el celibato se justifica por la plena dedicación al ministerio sacerdotal, salvada esa razón, no quedaría otra que el argumento sexual. Lo subrayó ayer el catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado, Dionisio Llamazares, uno de los grandes expertos en la materia. 'Se ve que lo malo para la Iglesia es tener relaciones sexuales, no formar una familia', ironizó. Por su parte, el cura Valentín Bravo, doblemente padre, entrevistado por Iñaki Gabilondo en la SER, dijo que el celibato es una ley que se puede cambiar. No quiso añadir otra importancia a la contradicción que su ejemplo pueda suponer para algunos en el debate del celibato eclesial, tan antiguo como la Iglesia misma.
El sexo y el alma
'Hay quienes se hacen eunucos por el reino de Dios, el que pueda con eso que lo haga'. La frase es de Jesús de Nazaret, el fundador del cristianismo, y figura en el Evangelio de san Mateo, del que Pier Paolo Pasolini tomó las esencias para su famosa película. En la escena, un fariseo, la secta de la que se desgaja el revolucionario nazareno, pregunta al fundador sobre cuestiones de sexo y matrimonio. ¿Célibes de por vida, cuestiona un discípulo? 'No todos pueden con eso, sólo los que han recibido el don', replica Jesús. De este pasaje surge la exaltación del celibato entre los eclesiásticos. Pero no lo entendieron así los apóstoles ni muchos papas, hasta muy entrado el segundo milenio de la cristiandad. Para empezar, el primer pontífice, san Pedro, fue casado. Y sobre él se edificó esta Iglesia.
El sexo, el matrimonio y la familia fueron asuntos de poca importancia para los primeros cristianos. El celibato era virtuoso, pero no lo era menos el matrimonio y tener hijos. Y en todo caso, 'mejor casarse que abrasarse', sentenció san Pablo, un judío de raza, vitalista y carismático, en su Carta a los Corintios. 'Ni la mujer es algo sin varón ni el varón algo sin la mujer ante el señor', predicó ese apóstol. Pero Tomás de Aquino le iba a corregir a fondo. 'El sexo no está en el alma', sostuvo. Era la nefasta influencia del dualismo platónico, tan caro a san Agustín, que ensombreció de pesimismo el acto sexual y, por extensión, a la mujer y la familia.
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