Teatro
Pienso en el festival de teatro clásico al aire libre que se acaba de presentar en Sevilla y mi memoria retrocede veintiséis siglos, como si hubiera dejado algo olvidado en una habitación. Cuenta Jean Anouilh que un griego llamado Tespis decidió un buen día animar los himnos que entonaban los adoradores de Dionisos en las fiestas públicas con la aparición en la escena de un individuo, él mismo, que se presentaba como el propio Dionisos y que enarbolaba el tirso y la corona de mirto. El público, complacido por la sorpresa, aplaudió con gusto; pero al concluir el espectáculo, Tespis fue llamado a la presencia del ecuánime Solón, que poco tiempo antes había dado leyes a Atenas. Sin muchos ambages, Solón preguntó a Tespis si no se avergonzaba de mentir delante de una congregación tan grande de personas, en medio de una celebración de carácter religioso, pretendiendo hacerse pasar por quien no era: porque él no era, que se supiera, el Dionisos que afirmaba. Tespis se disculpó aduciendo que se trataba de un juego, pero Solón le atajó con gravedad; juego o no, Tespis no se había comportado del modo más apropiado, porque qué ocurriría si de pronto todo el mundo en la ciudad comenzaba a fingir ser quien no era en realidad, si comenzaba a jurar fidelidad a sus esposas cuando sus pensamientos los desmentían, si los políticos efectuaban promesas que no tenían intención de cumplir. No, aquella impostura debía concluir, y el grave Solón la proscribió duramente. Acababa de nacer la profesión de actor, un quehacer al que, a pesar de la sanción de Solón, muchas personas se habían dedicado en calidad de aficionados desde mucho tiempo antes.
Solón era un hombre virtuoso -no en vano formaba parte del famoso censo de los siete sabios de Grecia-, y jamás hubiera podido concebir que a la mentira se le diera el título de arte. Su actuación nos pone en el campo de un antiguo enfrentamiento, el que media entre ética y estética: no puede animarse a la gente a que engañe al prójimo, por muy bello que sea el espejismo que se derive de ello. Seguramente, también, Solón tendría miedo de ser engañado. Tal vez temía que en algún momento un criado le despojase de su cargo de gobernante, que las muchedumbres tomaran su palacio y, riendo, le comunicaran que toda su vida formaba parte de un prolongado acto teatral. Sobre todo resultaba espinosa, como todavía hoy, la cuestión de las fronteras entre teatro y realidad: cómo determinar si los amigos y los amantes no fingen, no juegan a ser quienes no son, no se ocultan. Así se acuñarían términos despectivos como hipócrita, que en su origen quería decir simplemente actor, o histriónico, que era lo relativo al arte de la interpretación. Los griegos, gentes tan filosóficas, siempre valoraron más la verdad que su cáscara y buscaron la certeza sin arredrarse ante los espinos que la rodeaban. Luego otros no fueron tan resueltos: Oscar Wilde, que se pasó la existencia convencido de que se hallaba encima de un escenario, afirmaba que el teatro es mucho mejor que la vida porque resulta más real. La naturaleza simplemente constituye otro artificio más pobre y magro que el de las candilejas, de modo que siempre será preferible una butaca de platea a un banco de iglesia o un sillón de oficina. Por lo tanto, sólo nos queda acudir a la taquilla y sacar nuestras entradas.
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