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Columna
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La fiebre patriótica

Josep Ramoneda

De nuevo el patriotismo está de actualidad. Los nacionalismos son estas décimas de temperatura que uno tiene a menudo -algunos más que otros-, pero a las que apenas se hace caso. De pronto sube la fiebre y se produce el salto al patriotismo. Esto ya es una enfermedad. Quería escribir sobre el partido de fútbol Cataluña-Brasil, pero una oleada de patriotismo nos invade desde diversos frentes y sería muy injusto fijarse sólo en la paja propia y no ver la viga ajena.

Los encuentros de la selección catalana se han convertido en una exhibición de nacional-cinismo que tuvo ante la selección brasileña, en un Camp Nou lleno, su momento culminante. No me referiré a las ausencias en el equipo catalán, que eran muchas, porque las prioridades son las que son y no podía ser de otra manera. Ni tampoco a esta tendencia irrefrenable que los nacionalismos tienen a montar lo que en los años oscuros se llamaban 'demostraciones sindicales': el prólogo folclórico -el arte de las patrias, por lo que se ve- parece ser ineludible. El presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, reclama a los inmigrantes la obligación, entre otras, de hablar nuestra lengua. Resulta chocante esta exigencia cuando la mayor parte de los jugadores de la selección que fueron entrevistados por la televisión catalana contestaron en español. ¿Vamos a pedir a los inmigrantes lo que no se exige a quienes asumen una representación deportiva nacional? Quizá vaya siendo hora de aceptar, sin ambigüedades, la realidad bilingüe del país, porque de nada sirve negar lo evidente.

Pero lo grave en torno a la selección catalana -lo que me hace hablar de nacional-cinismo- son las restricciones mentales sobre las que está construida. Miraba al palco y veía a Pujol y al presidente del Fútbol Club Barcelona, Joan Gaspart, en la presidencia tratando de capitalizar una selección que si no existe es porque ellos no quieren. El Gobierno nacionalista, siempre muy suelto en las palabras pero muy contenido en los hechos, nunca -y mucho menos con Artur Mas, que es timorato hasta en el discurso- afrontará en serio la normalización de la selección catalana. Le ocasionaría demasiados conflictos con las autoridades españolas, demasiados reproches en medios futbolísticos internacionales y políticos europeos como para que el Gobierno tenga el menor interés en dar la batalla. Pujol y los suyos dan por buena la situación actual: una campaña en estado de reclamación indefinida que permite cada año uno o dos actos de afirmación patriotera. Y que dure. Tampoco el Barça tiene el menor interés en la oficialización de la selección. Por razones prácticas: ¿qué haría el Barça condenado a disputar una Liga catalana de fútbol? Y por razones ideológicas: ¿Qué sería del 'más que un club'? Y, sin embargo, es probable que despojarse de las adherencias extradeportivas que lleva puesto el Barça fuera una gran liberación. Para el país, por supuesto, pero también para el club porque sin tan pesada carga representativa sobre sus hombros quizá los jugadores irían más sueltos y tendrían mejores resultados. ¿Se han preguntado por qué el Real Madrid tiene tantos éxitos en el extranjero y la selección española tan pocos?

Pero la selección catalana no ha estado sola en los efluvios patrioteros que recorren Europa. El nacionalismo español ha confirmado por dos veces en pocos días que es extremadamente latoso. El triunfo del Madrid en la Champions y la derrota de Rosa en Eurovisión han ido acompañados de una sobredosis de patriotismo -a través de este vehículo impagable para todo nacionalismo que es la televisión- que demuestra que cuando se cree tener la fe verdadera se pierde cualquier sentido de la mesura, también en los nacionalismos con estado. El programa pos-Eurovisión de TVE quedó para una auténtica antología de la basura nacionalista, género en que la competencia es muy alta en todas partes. En algún lugar de este país -que debería ser el Parlamento- sería conveniente discutir si forma parte de las funciones de una televisión pública dedicar tantas falsedades -una expectativa de éxito nunca fundada-, tantos medios y tantas horas a extraer el máximo beneficio de un programa de éxito, aun a costa de romper cualquier noción de criterio musical, de valor artístico y de equidad en la promoción de gente privada con dinero público.

Una característica del patriotismo es que nivela las jerarquías a la hora de utilizarlo para quitarse responsabilidades de encima. En este sentido, el presidente del Gobierno, José María Aznar, y el seleccionador nacional, José Antonio Camacho, son realmente de la misma talla. Aznar apela al patriotismo como respuesta a la convocatoria de huelga general por parte de los sindicatos, y Camacho acusa a la prensa de delito de lesa patria porque van a enredar en vez de ayudar a la selección española. Es decir, el patriotismo conduce siempre al mismo punto: a la suspensión de derechos. No ejerciten el derecho de huelga para no manchar la imagen de España en vigilias de cumbre europea. Suspendan la libertad de crítica para que España gane. ¿Y la responsabilidad? ¿No es el señor Aznar el que ha planteado una ley que recorta derechos básicos de los trabajadores? ¿No es el señor Camacho el que ha escogido a los jugadores y tiene la obligación de obtener de ellos los mejores resultados posibles? ¿Qué harían los que mandan -ya sea en un gobierno o en una selección nacional- si no tuvieran la coartada impagable de los traidores a la patria para esconder sus errores?

El presidente francés, Jacques Chirac, lo tiene muy claro, y no se cortó dos veces cuando en la final de la Copa de Francia un grupo de corsos silbó La Marsellesa. Mandó parar y se fue. Probablemente será por falta de sensibilidad nacionalista, pero su arrogante gesto me pareció de una demagogia lamentable. Un guiño penoso al electorado lepenista. O por lo menos así me lo da entender mi idea de la República. No, según parece, a los franceses. He hablado con varios de ellos y no he encontrado todavía uno que me reconociera el lamentable oportunismo del gesto autoritario de Chirac. La argumentación más sólida me la dio una alta personalidad que no puedo citar porque esta sometida a la obligación de reserva: 'Le Pen había intentado apoderarse de La Marsellesa. La izquierda se dio cuenta y, por primera vez, en las manifestaciones del Primero de Mayo acabó cantando La Marsellesa en vez de La Internacional. Chirac, al que votaron, no podía defraudarles'. Por lo menos, el argumento es astuto.

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